Lecciones: plataformas antidesahucios, mareas blancas, protestas canarias contra las prospecciones petrolíferas, Gamonal, redes que luchan contra el fraude fiscal y los paraísos del dinero colaborando con jueces y funcionarios independientes, huelgas puntuales que triunfan y tocan las narices, mujeres que se unen -ese tren de las mujeres parido en Asturias- para denunciar la ley contra el aborto, estudiantes y maestros antiWert, trabajadores despedidos que se organizan, denuncian y, a veces, ganan. Lecciones, sueltas pero no desmembradas, que no pueden caer en saco ni en bolsa ni en conciencia rotas.
Porque cuando esta pesadilla real -no confundir con la real pesadilla, que también existe- haya terminado, es decir, cuando ya no les tengamos hasta en el útero y en la sopa de Cáritas, cuando ya no manden, y aunque debamos vivir con las consecuencias del interminable tiempo en que estuvieron, eso es lo que nos quedará. Quizá hayamos aprendido algo.
Que no se les puede dejar solos. Ni a estos, ni a los que estuvieron antes, ni a los que vendrán. Y que los que vengan deberíamos ser nosotros.
Una nueva forma de democracia, interiorizada por cada miembro de la ciudadanía, tiene que surgir del gran descalabro que estamos sufriendo. No puede ser que, con el Gobierno de los peores, se hundan solo las esperanzas de los mejores. Tienen que hundirse también ellos. Hundirse, no ahogarse, pues cada sociedad debe tolerar aquello que ella misma produce. Pero cuando pretendan montarse en el trasatlántico insignia e intenten navegar por encima de nuestras nucas y deslizarse sobre nuestras espaldas rendidas, nosotros, puestos en pie, trabajosa pero completamente en pie, que es como el ser humano muestra su verdadera estatura, hemos de reaccionar y darles con el remo -delicados golpecillos correctores- para indicarles que regresen a la flota común, sin la cual ni ellos ni nosotros podríamos afrontar ninguna singladura.
Ni estos, ni quienes les precedieron en el Gobierno, ya nunca más deben mantenerse como una fuerza refractaria, una fortaleza que, por dentro, trabaja para sus intereses y, por fuera, se cisca en el pueblo al que dice representar.
No es nuestro problema únicamente. Las democracias necesitan ser recompuestas, repensadas partiendo de algo tan viejo que nos parece novedoso: la participación activa y constante del ciudadano, consciente tanto de sus derechos como de sus deberes. Cierto, siempre habrá una parte amorfa de la población que será biológica o interesadamente conservadora, y en parte xenófoba, y además patriarcal, y sobre todo tan choriza como aquellos a quienes vota. Bueno, nadie es perfecto. Y precisamente porque esa roca mohosa suele ser la porción más inamovible e insistente, y menos permeable a los cambios para bien, conviene que el resto, aquellos que siempre desearon -o que, por el camino, aprendieron a hacerlo- dejar un mundo mejor que el que se les legó, se pongan, nos pongamos las pilas.
No hay que dinamitar los Parlamentos, pero hay que vaciarlos de señoritos y llenarlos con ciudadanos que den la cara por aquellos a quienes representan, y que estén dispuestos a que los representados les manden al carajo, literal y puntualmente, si no cumplen con lo prometido o si no saben decidir, sobre la marcha, lo que nos conviene.
No hay que cargarse el sistema, sino aprovechar sus resquicios para cambiarlo. Y no hay que tener miedo. Porque el miedo es el padre de todas las derrotas.
Y hay que votar. Hacerlo bien, cuidadosamente, en las elecciones europeas, será una buen ensayo.
Nota a modo de poscoito: cómo me gustaría que el PP, en su convención vallisoletana, organizara un torneo medieval, tipo Juicio de Dios, para que los más píos del corral -y los hay de todos los sexos- se batieran a lanzazos y mazazos para hacerse con la legación de España en el Vaticano y los negocios que tal prebenda mueve en la Roma que nos nombró, hace siglos, católicos honoríficos. Bajo toldo, presidiendo, Mariano Rajoy, con trenzas rubias hasta las rodillas y un pañuelín azul para el vencedor.