La chispa que pone en marcha los grandes cambios de la historia es muchas veces anecdótica. Un parque, como ocurrió el último verano en Estambul, o un bulevar, como está pasando hoy en Gamonal –un barrio de Burgos–, puede ser el desencadenante de sucesos imprevistos y difíciles de controlar. La aparente tranquilidad con la que la sociedad española está aguantando tantos años de crisis, paro y corrupción, puede estallar por los aires en cualquier momento, por cualquier motivo en apariencia intrascendente.
Y aunque las autoridades, sobre todo las del Ministerio del Interior, se empeñen siempre en culpabilizar de las protestas a grupos radicales y piensen que con cañones de agua pueden solucionar los problemas, está claro que lo único que van a lograr es meter más presión en una olla que de un momento a otro, por un motivo más o menos importante, puede reventar.
Estamos en el final de una época. Hemos administrado las glorias de una supuesta Transición perfecta, cabalgando sobre una bonanza económica que ha ocultado las deficiencias de nuestra democracia, pero la realidad es que vivimos en una sociedad desacostumbrada al debate público, que ha sido secuestrado desde la recuperación de la democracia por los partidos en el poder, sobre todo por los que, como es hoy el caso, han gobernado con mayoría absoluta.
Poco más de dos años después de su victoria electoral, tenemos un Gobierno acosado por la corrupción que está enquistada en los cimientos del partido que lo sostiene y con un presidente, Mariano Rajoy, que ha dejado que un buen puñado de sus ministros (Wert, Mato, Gallardón, Fernández Díaz, Montoro…) se afanen en una tarea que parece querer devolver a España a los peores momentos de su historia en educación, sanidad, derechos de las mujeres, libertades públicas y seguridad jurídica.
Y todo esto sucede cuando la Prensa, que debería estar controlando los desmanes del poder, atraviesa uno de los peores momentos económicos y de credibilidad de su historia, acosada por la revolución digital y por las deudas financieras provocadas por los errores de gestión de sus dirigentes. Y que en el caso concreto de Burgos, como ejemplo de lo que sucede en otras zonas de España, está en manos de constructores, el área económica más cercana a la corrupción, y ha sido amamantada generosamente por años con publicidad y licencias de radio y televisión por el poder político.
¿Cómo no indignarse cuando un ministro de Justicia elabora una reforma de la ley del aborto que casi nadie le ha pedido y con la que no están de acuerdo ni en su propio partido? ¿Cómo no rebelarse cuando desde diversas administraciones autonómicas se empeñan en privatizar la sanidad sin que haya ningún argumento contrastado de que va a resultar más económica o de mejor calidad? ¿Cómo no sublevarse cuando se cambian sin consenso las leyes de educación en un país con un déficit endémico en la formación de sus escolares?
¿Qué espacio nos queda a los ciudadanos para expresar nuestra disconformidad? ¿Es de verdad sostenible hoy que votar cada cuatro años es suficiente para tener una verdadera democracia? ¿Puede un ministro o un presidente o un Gobierno imponer su criterio en determinadas cuestiones fundamentales frente a la mayoritaria oposición de la opinión pública?
Javier Marías hablaba de ruptura del contrato social y desobediencia civil en su último artículo en El País. Así estamos, con una monarquía descarrilada, un Gobierno desfondado, una oposición desorganizada, un Estado en descomposición y quizá casi al borde de una revolución sin apenas darnos cuenta.