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Ganar la (palabra) democracia

El lenguaje no existe independientemente de las personas y, por tanto, está vivo. Las palabras tienen su propio ciclo vital. Las habrá que hayan muerto y estén enterradas en diccionarios, en poemas o en cartas de amor. Las hay que acaban de nacer y pelean por hacerse un lugar en el hoy y por sobrevivir al mañana. También las hay inmortales, palabras de ayer, de ahora y, probablemente, de siempre. Pero estas palabras, para sobrevivir, necesitan ser sometidas, periódicamente, a su propia cirugía de reconstrucción, de actualización, de rejuvenecimiento.

Definía Wittgenstein una clase de palabras –las mentales– como aquéllas que pretenden encerrar un significado personal, que difícilmente podemos contrastar con el que le darían otras personas. Así, alegría o dolor son palabras que contienen sentimientos que podemos reconocer en nosotros mismos, pero que no tenemos certeza de que sean iguales en los demás. Semejantes o equivalentes, puede, pero no idénticos. Decía Foucault, además, que el lenguaje, como práctica social, encierra en sí determinadas estructuras y relaciones de poder, lejos de ser una herramienta “neutra” para la comunicación. Y entre una y otra característica se encuentra la palabra “democracia”.

En este contexto que nos ha tocado vivir, democracia y representación tienden a confundirse. Entendemos –o reducimos– un Estado Democrático como aquél en el que se celebran unas elecciones periódicas de donde resultan seleccionadas unas personas que se encargarán de tomar decisiones que afectarán al conjunto de la población. Esa es la postura, por ejemplo, del Tribunal Constitucional cuando razona la inviabilidad de las consultas populares (STC 103/2008, FJ2), o la de muchos políticos y tertulianos cuando recurren a la metonimia para encerrar la palabra “democracia” en el recipiente “urna”. 



Pero esto no ha sido siempre así. Si hacemos un poco de arqueología del lenguaje, como hizo Rosanvallon en su texto La historia de la palabra democracia en a época moderna (2006), nos sorprenderá comprobar que los políticos y tertulianos del tiempo de la Revolución Francesa se esforzaban por separar la palabra “democracia” del sistema parlamentario que acababa de nacer. Allá por 1790, “democracia” era esa forma viejuna de gobernar que se había dado en Grecia y en algunas ciudades renacentistas (como Florencia). Un sistema caótico y anárquico, insostenible, alejado de las virtudes del moderno y glamouroso sistema representativo.

No sería hasta algunas décadas después cuando “lo democrático” adquiriese atractivo para los retóricos de la época. Un periodo de tiempo en el que la palabra “democracia” transitó, desde el término despectivo y peyorativo que describía un modelo arcaico, hasta aceptarse como una cualidad intrínseca y fundamental del sistema representativo parlamentario. Esta transformación ocurrió gracias a que la “democracia” comenzó a interpretarse como una cualidad, una virtud, de la sociedad resultante de las revoluciones liberales, aún sin pretender significar un modo de organización política.

De este modo, en a segunda mitad del siglo XIX, la “democracia” ya era un estándar político, algo imprescindible, una palabra de moda. Tanto que fue necesario ir aparejándole diferentes adjetivos para diferenciar las “democracias” que querían unos de aquéllas que defendían otros. Democracia liberal, democracia republicana democracia directa, real, radical... Incluso hubo gente que empezaba a quejarse de que se utilizaba, ya entonces, con demasiada ligereza la palabra “democracia”, cayendo en esas patologías de la retórica que son la demagogia y el populismo.



¿Les suena?



Con el éxito del experimento Podemos, han resurgido con fuerza (justo después de su muerte) los postulados del pensador Ernesto Laclau, célebre por su teoría política acerca de la lucha por la hegemonía discursiva sobre los “significantes flotantes”, que vendrían a ser palabras clave alrededor de las cuáles se articulan las demandas sociales y, por tanto, el posicionamiento político de la gente. La batalla dialéctica se daría, por tanto, con el objetivo de establecer determinados significados a esas !palabras vacías“.

De lo anteriormente expuesto, se pueden extraer con nitidez dos conclusiones: 

la primera es la compatibilidad entre las ideas de Wittgenstein, Foucault y Laclau. Hay determinadas palabras que pueden tener muchos significados (polisemia), lo que las convierte en la práctica discursiva en cascarones (significantes vacíos) donde poder introducir el significado que más nos interese (estableciendo determinadas estructuras y relaciones de poder), afectadas, por tanto, por un alto grado de subjetividad (como en el caso de las palabras mentales).

La segunda es la identificación de la palabra “democracia” como uno de esos significantes clave. Quizás, hoy día, el trofeo más preciado de la batalla politico-lingüística. Y en ella, estamos siguiendo los mismos pasos, la misma operación de actualización, que se le realizó en la época moderna, sólo que para transitar del significado que encierra la “democracia” en la “urna” a un otro más rico, con más complementos.

“Transparencia” y “participación”, de ser dos de las reivindicaciones principales del 15M, se han convertido en los nuevos significantes complementarios de la “democracia”, de su actualización en este siglo XXI. Transparencia como remedio ante el saqueo y la corrupción de lo que es de todos. Participación como superación de la tesis (indemostrable hoy) de que los representantes electos son las personas más cualificadas y mejor preparadas para tomar decisiones en exclusiva.

Y si en la época moderna esa operación de rejuvenecimiento de la palabra “democracia”, esa batalla por su resignificación, duró casi medio siglo, en la era de la información aspiramos a ganarla en mucho menos tiempo. Por algo avisábamos hace apenas cuatro años: queremos Democracia Real ¡Ya!