Las redes sociales empezaron a campar a sus anchas a principios de los 2000 en España sin que hubiera regulación ni nadie que pudiera prever la manera en que cambiarían los patrones. Por ejemplo, los laborales –WhatsApp a cualquier hora–, de ocio –grupos de jóvenes que quedan a mirar su móvil– o el velocímetro vital –todo a la vez en todas partes–. Aquella generación que era joven en los 2000 festejaba que ya podía hablar de tú a tú, sin tener que dar santo y seña a los padres que respondían en una casa a un teléfono fijo. Parecía un hito, pero era un pequeño avance.
Pronto empezó a popularizarse la conexión a internet en el móvil y, mientras aprendían, esos padres recién estrenados tenían que educar, a la trágala, a una generación nativa digital. De un atracón, sin manuales, recursos ni conciencia, se encontraron con que sus hijos llevaban internet en el bolsillo y tenían lo mejor y lo peor a su alcance desde siempre. Todo eso pasó con poca información, poca intervención de ningún estado y sin que ninguna de las dos generaciones pudiera parar a pensar y reflexionar.
Uno de los avances más consistentes en la regulación de aquellas compañías que se instalaron sin pasar por ningún control de posibles daños ha sido la Ley de Servicios Digitales (DSA) de la Unión Europea, que entró en vigor hace un año. Ha empezado a advertir y multar la desinformación o que se perfile a los usuarios, también a los menores, según sus creencias y gustos para luego dispararles publicidad. La UE también quiere hincarle el diente al diseño adictivo, que hace que los españoles pasen de media 4 horas con el móvil. Los menores de 14 años tienen supuestamente el acceso prohibido a participar en redes, pero basta con tener contacto con niños y menores de 14 para saber que esa barrera es muy permeable. Porque en el caso de la tecnología, el remedio casi nunca acaba con la enfermedad.
El Gobierno ha anunciado este martes un anteproyecto de ley para intentar revertir los efectos negativos de las redes y entornos digitales en la infancia. Estos son amplios para los niños: desde tragarse información no veraz o falsa, abundar en sus sesgos, ser acosado o embaucado con propósitos sexuales por adultos que chatean como si fueran niños, compartir fotos íntimas que pueden acabar en el internet profundo, ser víctimas de la adicción o de los deepfake, como les pasó a un grupo de niñas de Almendralejo.
La batería de medidas propuesta es amplia, desde modificar artículos del Código Penal en el caso de delitos (casi todos sexuales) a incorporar diagnósticos digitales en los pediatras. Pero si es posible que hayamos llegado hasta aquí es porque las administraciones de todos los países han llegado décadas tarde y, también, porque esa generación nativa ha crecido sin educación digital: sus padres no se la pudieron dar porque tampoco la tenían. Una generación de padres y madres analógicos parieron una generación digital a la que no han podido trasmitir conocimientos mientras las grandes empresas tomaban ventaja. Es probable que el mismo error no se se repita, al menos de la misma manera, en la siguiente generación.
Cuando se llega al pediatra y hace un diagnóstico o cuando se llega a juicio y se dicta una sentencia ya es demasiado tarde. La clave, y también la recoge el anteproyecto, es introducir en el colegio y en las casas la información para ayudar a los niños a entender los peligros que ni la generación anterior conocía: quién está detrás de las redes sociales, qué buscan las compañías (tiempo y atención) y qué controles y libertades se regalan con algunos comportamientos digitales en la infancia y la juventud. Igual que hay una conciencia nueva entre los jóvenes sobre el medio ambiente, la igualdad o las maldades del tabaco, hay que afrontar desde la educación una conciencia de las redes sociales, ahora que, décadas después, hemos descubierto que no eran tan blancas, tan gratis ni tan libres.