Era 20 de junio. Se abrió el telón y sobre las tablas apareció la popular María Guardiola. La de la coherencia, la de los principios, la de las líneas rojas: “No puedo dejar entrar en el gobierno a aquellos que niegan la violencia machista, a quienes usan el trazo gordo, a quienes están deshumanizando a los inmigrantes y a quienes despliegan una lona y tiran a la papelera una bandera LGTBI”.
Sus palabras cayeron como una bomba de neutrones en un PP que ya había aupado al gobierno de Valencia, a los de decenas de ayuntamientos y a la presidencia de varios Parlamentos a sus aliados de Vox. Sí, a los del trazo grueso, a los que pisotean los derechos de las minorías, a los que niegan la violencia machista, a los antiabortistas, a los ultracatólicos y a los que dicen que “la mujer es más beligerante porque carece de pene”.
Guardiola se convirtió en unas horas en referente ético de una política con límites en la que el fin no justifica los medios ni se antepone el poder a los principios. Para algunos, claro. Para otros, para la derecha mediática, estábamos ante “una traidora”, “una señora que no sabe hablar, ni escribir, ni conoce la historia de España”, de una “tonta, mala y relevable de inmediato”, de “una chaquetera”, de “la niña del alcornoque”... De alguien, en definitiva, a quien había que “mandar a fregar” y “tirar por la ventana”.
Y nadie dijo nada. Su partido calló. No es Feijóo de esos que sacan la cara por nadie. Y menos si para ello tiene que enemistarse con ciertos comunicadores. Tampoco lo hizo Sémper, el moderado, el que volvía para rebajar el ruido, regar de centralidad al universo popular, descender los decibelios y acabar con “los insultos y las descalificaciones”. Ante el mutismo de ambos, hablaron Aguirre y Ayuso, y no para defender precisamente a la extremeña de los ataques, sino para enmendarle la plana. Un poco más y la mandan a fregar, como hizo uno de sus comunicadores de referencia.
26 de junio. Guardiola se retira de la escena y envía una carta a los militantes del PP extremeño en la que descubre, de repente, la importancia del diálogo con los ultras y de alcanzar un acuerdo con Vox. Todo ello después de que uno de sus asesores haya presentado su dimisión, por la infame publicación de unos audios privados en los que hablaba del partido de Abascal.
Principios de quita y pon. La coherencia, ni se compra ni se vende, simplemente se trae o no de serie, pero Guardiola ha pasado en sólo seis días del “conmigo, no” a “estoy dispuesta a seguir negociando”. Ha acatado, obediente, la consigna de Génova para que piense no sólo en el posible pacto PP-Vox en Extremadura, sino en el que necesitaría Feijóo tras las elecciones del 23J. Porque lo de la mayoría absoluta no lo prevén ni las encuestas propias, que ya han detectado que la curva ascendente provocada por la euforia del 28M se ha estancado. O porque el ruido ha cambiado de bando por la disparidad de criterios dentro del PP o porque los de Abascal realmente asustan y mucho al personal.
Los estrategas ya han recomendado a Feijóo que se comprometa públicamente a no hacer vicepresidente al líder de Vox. No lo hará porque sabe del coste a pagar en esa parte del electorado que votó extrema derecha y hoy duda si volver al PP y porque prefiere que la presión tras el 23J, en el caso de que su marca fuera primera fuerza, recaiga sobre el PSOE. Sólo una abstención del partido de Sánchez libraría al PP de un gobierno de coalición. Lo que quiere Feijóo y el camino que abonan algunos de sus altavoces mediáticos es un Déjá vu de 2016, como si el PSOE de hoy fuera el de antaño. Pinchan en hueso. O hay un gobierno PP-VOX o habrá repetición electoral.
Hasta entonces, ya se puede anticipar el final de la representación de Guardiola: o acepta a Vox como animal de compañía o la echarán.