Hello Lenin!
En la película ‘Good bye Lenin!’ un hijo ve cómo su madre entra en coma en el Berlín comunista justo antes de la caída del muro y despierta cuando ya son cascotes tanto éste como, parece, su ideología. La señora, ferviente comunista, sobre todo tras abandonarla su marido para cruzar al otro lado, continúa viviendo en la realidad paralela que su hijo se esfuerza por recrearle. Un mundo, un Berlín, una vida, la suya, en la que el muro sigue en pie y todo como siempre, como su madre necesita para sobrevivir al pasado y resistir el presente entregada y aferrada a una causa, así lo siente o se lo ha contado ella, mayor que su marido desaparecido.
El muro cayó en 1989, primera pieza del dominó de piedra que siguió desplomándose durante los siguientes años. Pero durante las últimas tres décadas el mundo ha seguido girando con las revoluciones de la inercia que dejó la Guerra Fría, en piloto automático con casi idénticos escenarios y retórica. Cuentan los expertos en relaciones internacionales y en políticas de defensa que siempre se cree que el mundo será en el futuro como en el pasado y que así se proyecta. Las guerras y las políticas de seguridad se hacen con relación a la última guerra y siempre, siempre, también, se quiere ganar la guerra anterior.
Cuando comenzó la pandemia hace ya dos años pilló al planeta desprevenido. Como si hubiera sido algo fortuito, imprevisible, una catástrofe que no se podía prever, contener ni controlar. Pero no era cierto. Durante años decenas de informes alertaron no solo de que era posible que sucediera, sino muy probable. Sin embargo, una posible pandemia estaba prácticamente fuera de la ecuación, de la lógica con la que los gobiernos miraban el mundo y de las políticas de seguridad y defensa. En la estrategia nacional de Estados Unidos aprobada por Trump en 2017, la última previa al covid, la palabra pandemia solo se mencionaba dos veces. Misil, en cambio, 11. ISIS y Rusia, 13 cada una. China, ganadora absoluta, 16. Cuando ya andaba el planeta confinado y Trump viendo cómo su América great again se desmoronaba, el presidente hablaba del virus chino, invocando la pandemia como una versión moderna de la vieja Guerra Fría. Esta vez el enemigo no era la URSS, sino China, pero el enemigo seguía siendo la URSS, el comunismo, o su fantasma. En realidad solo había cambiado un nombre y se había ampliado el mapa.
El mundo parecía que había cambiado, pero no lo hacía. Como cada uno de nosotros. Vivía, y vive, anclado en un pasado, con retórica y relato de pasado, enfrentándose a los peligros del pasado. Como cada uno de nosotros. Lo peor de los pasados es que nunca lo son. Que vivimos, desconfiados, amenazantes y temerosos a partes iguales, esperando que vuelvan a repetirse los errores, disgustos o problemas que tuvimos, preparados para enfrentarnos de nuevo a ellos porque estamos seguros de que vendrán. Alertas a las señales para adelantarnos y actuar, para no volver a perder o sufrir, o para ganar, esta vez, aunque sea huyendo. El resultado son las profecías autocumplidas. Cuando interpretamos las señales, o el mundo, en esa clave, sin que lo sea, incapaces de ver que lo malo no tendría por qué repetirse si no lo invocamos y lo queremos encontrar y si no lo tratamos de evitar. Más aún sabiendo que enfrente hay un tirano. Más de 30 años son suficientes para que los buenos de la película, los que ahora ordenan solemnes, enérgicos y graves a Putin que deponga las armas, hubieran hecho algo mejor, siempre se puede hacer algo mejor, que ensayar esas frases del guion que hoy, ya presente, el futuro volverá a ser pasado, se revelan tan inútiles, tan absurdas y tan tristes. Pero para qué, en el pasado y contra el pasado se sobrevive mejor. Como en ‘Goodbye Lenin!’. Como todos.
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