Nos las prometíamos muy felices hace doce meses, cuando en enero veíamos la agenda de previsiones para el nuevo año y nos deteníamos en el capítulo judicial: 2016 iba a ser el año que sentaría en el banquillo toda una época. El año que haría temblar la democracia salida de la Transición, el año que el PP preferiría borrar del calendario, el annus horribilis para la monarquía con una infanta en el banquillo, el año de pesadilla que quitaría el sueño a Rajoy.
Empezaba ya en enero juzgando nada menos que a la familia real y alrededores, con el caso Nóos. Seguiría en febrero con los responsables de Caja Castilla-La Mancha, como representantes del saqueo y hundimiento de las antiguas cajas de ahorro (la manchega fue la primera rescatada). Y ya en otoño, concentraría a un centenar de acusados ilustres en la sede poligonera de la Audiencia Nacional para juzgar las tarjetas black (65 acusados) y la primera temporada de Gürtel (37 en el banquillo).
El photocall judicial de 2016 no podía ser más impresionante: Rato, Blesa, Urdangarín, la infanta, Bárcenas, Díaz Ferrán, Matas, Correa o el Bigotes como estrellas principales, pero también un listado de testigos VIP encabezado por la plana mayor de los gobiernos Aznar: Arenas, Acebes, Cascos, Mayor Oreja… Por la alfombra roja les seguirían decenas de abogados de los primeros despachos del país, defensores de un interminable listado de ex: ex alcaldes, ex diputados, ex senadores, ex tesoreros, ex vicepresidente del gobierno, ex banqueros, ex sindicalistas, ex duque de Palma, ex infanta lista, ex jefe de la Casa Real, ex comisionistas, además de empresarios y el mismísimo PP como responsable civil.
Nunca se había visto tal concentración de poder político y empresarial en el banquillo. El titular tan manido de “Juicio a una época” se quedaba corto. La España de los noventa y principios del XXI abierta en canal, con todas sus miserias al aire. Y en riguroso directo, con las televisiones acampadas a la puerta del juzgado y las sesiones retransmitidas en streaming, a menudo simultáneas, obligando a zapear.
Y sin embargo, llegado el momento de la verdad, nos invadió una tremenda sensación de déjà vu, de cosa ya vista, que como saben es un fallo neurológico propio de situaciones de cansancio mental. Esto ya lo habíamos visto, oído, vivido. Esas declaraciones ya las habíamos escuchado, esos interrogatorios ya los habíamos presenciado, esas fotos entrando y saliendo de juzgados parecían viejas, esas corbatas en el banquillo las teníamos muy vistas, el detalle de gastos de las black nos lo sabíamos de memoria. En este “juicio a una época” ya habíamos estado. No solo nosotros: también las acusaciones y fiscales, que no mueven una coma de sus peticiones iniciales.
Hablamos de casos que han tardado demasiados seis o siete años en llegar a juicio. Por el camino, las larguísimas instrucciones judiciales funcionaron como ensayo previo, y las revelaciones y filtraciones periodísticas adelantaron todo el material que ahora el tribunal convertía en grisácea prosa judicial. Nada que no supiéramos, nada que no hubiésemos oído ya, incluso con las mismas palabras. La lentitud judicial ha sido una explosión controlada, que cuando llega el estallido final se ha quedado sin pólvora.
Sí, hubo momentos inéditos, importantes, históricos incluso (toda una infanta en el banquillo…). Pero como espectadores ya hacía tiempo que los habíamos juzgado, y sentenciado, porque también nosotros quisimos pasar página a la corrupción, hastiados unos, conformes otros con el castigo al PP en las urnas. El propio PP se repanchingaba en las valoraciones: esto ya está amortizado, los ciudadanos ya votaron, pasa palabra. Y en efecto, según pasaban los días (y qué largo es un juicio), las noticias judiciales perdían sitio en las portadas, el número de periodistas en la sala menguaba, las conexiones en directo desde la puerta se espaciaban, los pocos ciudadanos indignados que abucheaban a la entrada se quedaban en casa.
Así que, a falta de bombazos, nuestra atención acabó por desplazarse a lo anecdótico: quién se sentaba junto a quién en el banquillo, qué se cuchicheaban los acusados, quién se confundía de puerta y se metía en otro juicio, cómo se miraban en los pasillos denunciante y denunciado, lo que se le escapó a uno con el micro abierto, el castigo del derrochador que ahora se comía un sándwich en los descansos, el poderoso que no sabía usar la máquina expendedora de bebidas…
El año que iba a juzgar a una época se fue desactivando y convirtiéndose en el año que juzgaba una época ya juzgada. La serie de procesos que iban a tambalear la democracia, castigar al PP, estremecer a la monarquía y quitar el sueño a Rajoy, cierran este 2016 con el bipartidismo reinventándose en discreta gran coalición, el PP como partido más votado y subiendo, el rey permitiéndose un discurso aburrido en Nochebuena, y Rajoy pasando unas tranquilas navidades en Moncloa.