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A este lado del muro

El líder de Vox, Santiago Abascal, y el presidente electo de EEUU, Donald Trump,  en enero pssado.
9 de noviembre de 2024 22:48 h

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“Cruzamos la frontera todos los días porque allá es más barata la compra, vamos todos los días a Brasil y compramos allí, pero le queda poco tiempo, fíjense que allá está Lula y que lo va a arruinar todo”. Esto pasó hace unos meses en la televisión argentina: un votante de Milei al que no le alcanzaba para llenar la nevera tenía que ir a la Brasil de Lula da Silva para poder comprar lo que en su país no podía; sin embargo, era incapaz de ver lo que cualquier otra persona deduce sin dedicarle más de dos segundos; el idealismo ha consumido al materialismo.

“Un señor de pelos raros y un discurso aberrantemente estúpido gana las elecciones con amplia mayoría”. Cuando este titular se da una vez, es una anécdota; cuando se repite varias veces y en varios países en pocos años, se convierte en un síntoma. Desde el martes hemos podido corroborar que, al menos de Estados Unidos hacia fuera, la victoria de Trump es una derrota ideológica para el resto de occidente.

Ya hay gente con las manos en la cabeza dando por muerta la democracia liberal y la bienvenida a un nuevo mundo de totalitarismos velados, de dictaduras ansiolíticas para desquiciados por amenazas que no existen. Luego hay melodramáticos catastrofistas comparando lo de Kamala Harris con la caída del Muro de Berlín, a los que hay que prestar la misma atención que a los analistas de Iker Jiménez. Pero es cierto que empiezan a darse las condiciones para que la ola reaccionaria que arrancó hace unos años alcance sus picos de mayor amplitud.

Aunque esta segunda presidencia de Trump simbolice en lo ideológico una derrota muy contundente para la izquierda, su victoria no se debe a la batalla cultural por la que los espabilados intelectuales de la derecha indie canallita llevan años derramando tinta. Esto no ha ido de lo woke contra, bueno, contra esa otra cosa que no se atreven a definir. Según las encuestas, lo que ha decidido las elecciones ha sido la economía y el empleo, y como creo que a Sánchez le va a pasar lo que a Biden pero con menos demencia senil de por medio, deberíamos dejar de ignorar al elefante en la habitación de las condiciones materiales de los trabajadores.

En Estados Unidos, la situación económica también refleja una crisis estructural significativa, especialmente en el sector tecnológico, donde compite directamente con China. Las reformas implementadas bajo la administración de Biden han logrado atraer inversiones de grandes corporaciones coreanas, japonesas y taiwanesas, pero su efecto ha sido insuficiente para contrarrestar completamente el impacto negativo que ha tenido la pandemia, dejando una estela de inflación que ha afectado a la mayoría de los sectores económicos del país. Esto ha sabido capitalizarlo Trump, que se ha centrado en una retórica proteccionista, proponiendo elevar los aranceles a los productos chinos, limitar la importación de tecnología de Taiwán –chips, principalmente– y aplicar impuestos exorbitantes a productos manufacturados en México, incluso cuando algunos son fabricados por empresas estadounidenses. El problema es que ha recubierto su proteccionismo de un nacionalismo desaforado de toda razón, que sí es donde converge con estos términos que hablábamos de batalla cultural.

El gobierno de Biden, que se suponía iba a rescatar a los americanos del trumpismo redneck y esas catetadas de película del oeste, no ha resuelto el malestar de la clase trabajadora, que se ve cada vez más acorralada por multinacionales con un poder gargantuesco. Para colmo, en Estados Unidos la separación de poderes tiene a veces problemas para entender sus funciones, y el poder judicial puede complicar muchísimo cualquier atisbo de cambio en un lapso de tiempo muy distendido. Es por eso que en el ámbito laboral, las Right to work laws, como se conoce a una legislación que, más que intentar garantizar el empleo como un derecho humano, trata de asegurar el derecho del empleado a no afiliarse a un sindicato, van a condicionar siempre más la política estadounidense que cualquier otra cuestión que el Partido Demócrata sea capaz de poner por delante. Por ejemplo, la Taft-Harley, una ley federal aprobada en 1947 por los republicanos, restringía –y restringe, porque aquello sigue en pie– en buena medida toda actividad sindical e incluso define qué tipo de huelgas están prohibidas. 

Hay muchas razones por las que la extrema derecha gana elecciones y la principal de ellas también explica el por qué no gana en España: porque los trabajadores la ven como una alternativa. Aquí, gracias a sus apellidos compuestos y sus pintas de venir de cacería, no consiguen engañar a nadie; pero la verdadera batalla cultural, al menos ahí fuera, sigue siendo la lucha de clases. La segunda era de Trump no será definitoria para el mundo, pero sí lo dejará peor –que ya es decir– de lo que se encontró.

Los primeros efectos los notaremos en Europa con su política arancelaria, pero si hasta ahora el Kremlin nos ha llenado los medios de ex militares dando cátedras de geopolítica y de youtubers y twitteros propagandistas de su régimen absurdo, ahora no sabemos qué llegará a este lado del muro. El apocalipsis no era el fin de todo, sino su decadencia; ese es el verdadero terror, descubrir que la agonía será eterna y que siempre encontraremos la manera de no extinguirnos para seguir tocando fondo.

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