Yo estuve en un colegio mayor, que en estos días es como confesar que tienes historial delictivo. Pues eso, yo estuve en un colegio mayor, lo confieso. Concretamente, en el San Juan Evangelista, el Johnny, tristemente cerrado desde hace años por falta de subvención. Cada colegio mayor de la Ciudad Universitaria de Madrid tenía y tiene un rol definido y un ecosistema propio que podría funcionar como una suerte de distrito electoral. El Johnny, por ejemplo, era el colegio de los rojos. En efecto, sus paredes sirvieron de resistencia –no solo física, también intelectual y cultural- durante muchos años a alumnos que escapaban de los grises. Además, era el colegio mayor más barato y, por qué no decirlo, el más cutre a nivel de instalaciones. Por eso, el grito habitual cuando nos visitaban residentes de colegios mayores masculinos como el Elías Ahúja era el de “muertos de hambre”, a lo que desde los balcones se les respondía con un contundente “fachas”. Unos metros más arriba, a los del Chaminade les gritaban “Chami Chami Chami, maricón”, y estos respondían con el mismo adjetivo que nosotros. Los colegios mayores generaban y generan un sentimiento gregario del que es difícil escapar. Son como una etiqueta: de alguna forma poderosa te definen.
El Ahúja y el Mónica, con estudiantes de clase más alta que media y de un mismo perfil, siempre han tenido una relación estrecha. Fundamentalmente porque se trata de centros segregados, y unos y otras se asomaban y asoman a sus ventanas esperando ver en el edificio de enfrente lo que no pueden ver entre sus propias paredes: algo tan extraordinario como personas del otro sexo. Quizá porque viví de cerca ese ecosistema tóxico cuando el otro día vi el aullido animal de los estudiantes del Ahúja no me sorprendió demasiado. Sí me sorprendió que sigan siendo centros segregados –otros colegios mayores ya se han convertido en mixtos- y sobre todo que esos cánticos, tan frecuentes hace años, se sigan produciendo a día de hoy con la impunidad de las direcciones y con el beneplácito de los ejecutores. Ahí siguen, años después, los mismos chicos con otros nombres demostrando que la única forma posible de cortejo grupal pasa por denigrar a la mujer gritándole “puta” y “ninfómana”, así como por regalarle el increíble pronóstico de lo que sucederá con su vagina.
En la acera de enfrente los gritos también se recibieron con la misma normalidad que hace años. Por varios motivos. Porque a esas chicas se les repite constantemente que es algo divertido, que es parte del juego, del ritual, del negociado universitario, de la seducción; porque no ganarán ningún concurso de popularidad si señalan lo insultantes que son comentarios como esos; o por la necesidad constante de sentirnos deseadas. “Si no te sientes deseada, como mujer estás perdida”, escribe la escritora Sara Mesa en su libro ‘Un amor’. Mejor puta que monja, pensarían algunas. Mejor que me digan que me van a follar a que me ignoren.
A muchos de esos chicos se les observa con admiración desde el otro lado de la carretera. “Son los líderes del mañana” decía una de las alumnas entrevistadas a las puertas del colegio mayor. Sin duda, más de uno tiene los recursos económicos para serlo. El acceso a un MBA, idiomas, un máster, dos, tres, aquí, en el extranjero, los que hagan falta. El problema es que los líderes del mañana probablemente les explicarán de forma paternalista a ellas cómo hacer las cosas, utilizarán apelativos a la hora de nombrarlas o se rodearán de más hombres que mujeres en sus cargos y en las promociones internas. A fin de cuentas, lo aprendieron cuando eran jóvenes en un colegio mayor.