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Loli y Paco

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Este último año he vivido con mi hijo en un pequeño apartamento en el centro de Sevilla. El edificio que nos ha dado cobijo, situado en una hermosa plaza empedrada y llena de naranjos, tiene apenas tres plantas y, de las siete viviendas que hay, solo están ocupadas cuatro. Cuando nos mudamos a finales del pasado otoño, una semana fría y lluviosa como pocas en Sevilla, todo era silencio, parecía un bloque fantasma con sus gruesos muros de piedra y sus hormiguitas recorriendo las paredes desde una punta a otra. La sensación de estar en un pueblo más que en el centro de una ciudad tan agitada y viva como esta se acrecentaba cada vez que oíamos el toque de las campanas de la iglesia vecina a las horas en punto y a las y media. Tardé algunos días en cruzarme con los vecinos del ático, una pareja de octogenarios que lleva siete años en el edificio. Loli cumple ochenta y un años en unas semanas y Paco tiene ochenta y cuatro. A lo largo de estos diez meses hemos hablado tantas veces, bueno, he hablado sobre todo con Loli porque Paco es algo taciturno y siempre lleva un cigarrillo entre los dedos y la comisura de los labios, que les he cogido afecto. Desde fuera, podría parecer que han sido ellos los que se han aferrado a mí, los que me han pedido algún pequeñito favor o han alargado las conversaciones con la voluntad de sentirse menos solos aunque fuera por un ratito. Pero ha sido justo al revés. Una madre que se muda con su hijo de dos años a un edificio como este, sin amigas cerca, sin familia en la ciudad, sin red ni tribu, necesita crear cualquier tipo de vínculo por efímero y frágil que sea. 

Llegué de una manera un tanto arrolladora, salía de una relación infernal, me sentía nueva, abierta al mundo, y necesitaba dejar salir las palabras como a chorros, tanto tiempo callando me había vuelto un tanto expansiva. Algunas mañanas, mientras mi hijo estaba en el colegio, subía a tender a la azotea y allí me encontraba a Loli estirando sus sábanas blancas, blanquísimas en los cordeles. Lo que iban a ser apenas diez minutos se convertía en media hora, una hora intentando armar el rompecabezas de nuestras vidas. Yo no llegaba a entender por qué se habían mudado a un espacio tan pequeño, apenas cincuenta metros cuadrados, con una cocina minúscula, en un ático frío en invierno y asfixiante en verano, con tantas escaleras. Antes, ellos vivían en una casita de barrio, con geranios en las ventanas, con las vecinas de toda la vida, pero hace ocho años tuvieron que irse de allí y el dinero solo les dio para alquilar esto. 

Loli y Paco estaban solos, se tenían el uno al otro, supongo, pero se veía que Loli necesitaba hablar, contarse, tanto silencio termina por hacer que las personas se vuelvan borrosas. Los visitaba una hija muy de vez en cuando, no tenían amistades cerca, estaban más solos que yo. Todos los que vivíamos en ese edificio estábamos solos en verdad, pequeñas islas en un océano de gente: la chica del bajo que se pasa el día fuera trabajando y con la que apenas he cruzado dos palabras, el señor del segundo que trabaja de noche y duerme de día, Loli y Paco y mi niño y yo. Poco después de que yo me mudara, una pareja joven compró uno de los pisos vacíos, el primero, y lo convirtió en un piso turístico. Y entonces, todo se volvió más ruidoso, más sucio, más extraño, menos íntimo. La gente entraba y salía, gente distinta cada día, gente que dejaba la puerta del edificio abierta, que llenaba de colillas la azotea, que llamaba a tu timbre sin querer a las tres de la mañana haciéndote partícipe de sus madrugadas insomnes y sus querencias extranjeras. 

Hace unos días, cuando subí a contarles a Loli y Paco que me mudaba al pueblo con mi hijo, vi cierta tristeza en la cara de Loli, se le apagó la mirada. Pero también se alegró de que pudiera irme cerca de mis padres y me confesó que iba a echarme de menos, igual que echa de menos al muchacho que vivía antes en el piso de abajo, el que ahora es un apartamento turístico y que tanta ayuda les prestaba. Muchas veces, tumbada en la cama, he pensado en ellos, en su soledad, no es un pensamiento caprichoso porque la propia Loli me ha confesado más de una vez que, en su antiguo barrio, tenía a sus amigas cerca, que las vecinas se visitaban unas a otras por las tardes, que nunca estaban solos del todo. Y ahora la comía la pena, el silencio, la soledad y la precariedad. Detrás de estos nombres, dos vidas anónimas que parecen importar poco al mundo, se esconde una realidad terriblemente cruel y común: una pareja de jubilados empobrecidos y solos en una ciudad cada vez más invivible. En estos meses en el centro de Sevilla, he tenido varias veces la sensación de que se está convirtiendo en una ciudad hecha para los turistas y para los ricos. ¿Es algo que solo siento yo?

El otro día, Loli me contó que no sabía hasta cuándo podrían seguir pagando los setecientos euros que les cuesta el piso, más los gastos del agua y la luz y la compra que, debido a sus problemas en las piernas, tenía que hacer en el supermercado más cercano a la plaza, una cadena con precios abusivos pensados para las hordas de turistas que paran en él a comprar cualquier cosa desde las ocho de la mañana a las once de la noche. 

Hay cierta sensación de hartazgo e injusticia que se va haciendo más y más profunda en mí, un malestar que me ha horadado entera. ¿No les pasa a ustedes? Esas cosas que pueden parecer pequeñas pero que condicionan nuestra cotidianidad —la barra de pan que ha subido30 céntimos en medio año, el litro de leche a 90 céntimos, la luz cada vez más cara, el centro de salud sin citas presenciales, la falta de red, de tejido social—y que vuelven la vida más difícil, más extraña. En unos días, me iré de este apartamento sin saber qué pasará con Loli y Paco. Me iré y las campanas seguirán con su repiqueteo perpetuo y el mundo seguirá girando como si no pasara nada.