Luces
Desde siempre los seres humanos hemos tenido miedo a la oscuridad. Nuestros ojos, al contrario que los de otros animales, se quedan prácticamente ciegos durante la noche cuando no hay ninguna fuente de luz natural que mitigue las tinieblas -la luna, las estrellas- y eso nos pone en desventaja frente a depredadores nocturnos o incluso frente a otros seres que no pretenden hacernos daño pero a los que no podemos ver.
Por eso, también desde siempre, hemos inventado formas de no quedarnos totalmente a oscuras cuando se va el sol. Primero la hoguera, luego los candiles, las velas, los candelabros, las arañas, las bombillas... para ir mejorando la iluminación de nuestros habitáculos, sentirnos protegidos, poder prolongar el día, sus tareas y sus placeres. Poco a poco fuimos haciendo lo mismo con los espacios exteriores o de gran tamaño: antorchas, hachones, faroles, farolas de gas, farolas eléctricas, focos, luces halógenas...
Ya en el siglo XX fuimos pasando de la mísera bombilla en el cruce de dos calles hasta las farolas cada diez o quince metros, hasta la iluminación actual. Las grandes urbes ya en el siglo XIX se llenaron de luz: París era “la ciudad luz”, la ville lumière, famosa en el mundo entero por la iluminación de sus amplias y largas avenidas rectilíneas creadas por Haussmann. Pasear por el centro de París durante la noche era como hacerlo de día. Y poco a poco todo se fue llenando de anuncios luminosos de colores que, gracias al cine y la publicidad que hacían las películas estadounidenses sobre su modo de vida, nos parecían terriblemente glamurosos y nos hacían desearlo y quererlo imitar. Toda Europa se llenó de luces.
Los ciudadanos también empezaron a querer iluminar sus casas y chalés, los bares y restaurantes, las terrazas; empezaron a presionar a los ayuntamientos para que los pueblos y ciudades tuvieran cada vez más luz, tanto si era necesaria como si no lo era. Todos recordamos esos futuros polígonos industriales o futuras urbanizaciones en la costa, por poner dos ejemplos, en los que primero se plantaban docenas, cientos de farolas, mucho antes de construir las fábricas y las casas, y se iluminaban durante toda la noche aunque aún no hubiera nadie viviendo o trabajando allí. Todo se llenó de fluorescentes -bares con luz de cámara frigorífica, donde los parroquianos parecían zombis bajo esas luces violentamente blancas que quitaban el color rosado de la piel-, de focos para iluminar los aparcamientos, de farolas absolutamente innecesarias en los parques públicos. Montones de vecinos rodearon sus jardines de focos potentes con la idea de que, así, los posibles ladrones no se atreverían a entrar en un lugar tan fuertemente iluminado. Las noches, y su belleza, han ido desapareciendo porque, además, como hoy en día tenemos la posibilidad de instalar iluminación solar, las farolas y los focos se encienden solos en cuanto se oculta el sol tras el horizonte, tanto si esa luz resulta necesaria para algo como si no.
Hemos cambiado hasta tal punto el ritmo diurno/nocturno que se organizan excursiones -que la gente paga- para ir a lugares donde las noches aún son oscuras y se pueden ver las estrellas.
Poco a poco nos vamos dando cuenta de que ese exceso de luz innecesaria está destruyendo el equilibrio natural. Hay animales e insectos -muchos- que necesitan para su supervivencia que la noche sea oscura. Incluso los humanos, para mantener nuestro ritmo y nuestro reloj interno, necesitamos poder irnos a dormir en la oscuridad. Sin embargo, cada vez se instalan más farolas en las carreteras, los caminos, los cauces de los ríos, los puertos, los parques... en todas partes. No nos dejan descansar. Tanta luz no es buena para los seres naturales.
Hay ciudades -Innsbruck, donde yo vivo, es una de ellas- en las que desde hace un par de años se ha cambiado la iluminación para que los insectos puedan hacer su vida con menores molestias. La luz es suficiente para que no queden rincones oscuros que puedan interpretarse como peligrosos, pero no deslumbra, ni molesta, ni interfiere con la vida animal. Hay muchos restaurantes -casi siempre los de precio más elevado- donde las luces son más suaves, menos invasivas. Sin embargo, da la sensación de que por mucho que protesten y expliquen los expertos en medio ambiente, en vida animal, en entomología e incluso en psicología humana, seguimos adelante con ese afán de que la noche sea tan luminosa como el día.
¿Tanto miedo tenemos? ¿De qué? ¿O es que los fabricantes de focos y farolas tienen un lobby más potente que el de los protectores del equilibrio natural?
En las carreteras, los coches de modelos más recientes tienen unos faros tan salvajemente potentes que dejan ciegos por un par de segundos a los conductores que circulan en contra. En las calles, los escaparates no se apagan nunca, las farolas no descansan, los anuncios son perennes. Toda esa contaminación lumínica repercute en nuestra psique, aumenta el estrés, nos hace estar siempre cansados, pero no poder descansar.
Se sabe que en los países nórdicos, en verano, cuando los días son tan largos, todo el mundo tiene dificultades no ya para conciliar el sueño sino, simplemente, para irse a la cama, porque parece que aún es hora de hacer cosas: trabajar, contestar correo, leer, charlar... en lugar de irnos a dormir. En nuestros países meridionales lo estamos haciendo igual, pero de modo artificial: luces y luces por todas partes y, cuando por fin nos vamos a la cama, aún hay mucha gente que ve la tele en su dormitorio, que lee en la tableta o en el móvil, y que, después, para contrarrestar el delirio de iluminación pública, tiene que ponerse un antifaz si quiere tener una ligera garantía de oscuridad a la hora de quedarse dormido.
Las habitaciones de los hoteles son una pesadilla para personas sensibles a la luz cuando se retiran a descansar. Las puertas nunca cierran hasta el suelo (a propósito, supongo, porque no es posible que siempre sea así en cualquier lugar del mundo), con lo que siempre entra luz desde el pasillo. El televisor tiene un piloto rojo siempre encendido a menos que desenchufes el aparato; en el techo se enciende periódicamente la luz de control de incendios (que no se puede apagar ni tapar con nada), con frecuencia hay un cartel fluorescente sobre la puerta de salida que no hay manera de neutralizar, muchos interruptores tienen también una lucecilla para facilitar que quien lo necesita lo encuentre sin tener que buscarlo. Es casi imposible tener una habitación luminosa de día y oscura de noche que es lo que nuestra mente y nuestro cuerpo necesitan.
Con buenas intenciones, lo estamos estropeando todo. Ya se dice que “bienintencionado” es lo contrario de “bien”.
Fue una gran conquista poder tener luz cuando nos hace falta, pero ahora nos la imponen, desde los vecinos (con los que hay que discutir y rogar para que no pongan luces violentas y dirigidas que iluminen también tu dormitorio o tu pedazo de jardín) hasta los ayuntamientos (que lo inundan todo de farolas) o el Ministerio de Fomento o quien se ocupe de la iluminación pública en el país.
¿No tendría más sentido, además de ser más económico, reducir ese delirio de luces en lugar de tomar sedantes para que el estrés no nos vuelva locos?
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