México: el virus que truncó una revolución
Andrés Manuel López Obrador llegó en 2018 a la Presidencia de México convencido de que instauraría un nuevo régimen. Una idea no solo atractiva sino urgente. El modelo daba muestras de estar agotado y la paciencia de los mexicanos aún más, tras los gobiernos de alternancia entre el PRI y el PAN, las dos fuerzas dominantes en los últimos 40 años, la primera de centro y la segunda de derecha. Basta decir que según el Instituto Nacional de Estadística (INEGI), el 56% de los trabajadores lo hacen en el sector informal, fuera de registros fiscales, laborales o de seguridad social. Y no lo hacen por gusto o conveniencia, pues sus ingresos son menores a los que operan en el sector formal. Simplemente, el sistema ha sido incapaz de ofrecer a estos sectores populares una alternativa viable.
¿En qué consistía ese modelo y en qué falló? En los años 80 la élite priista tradicional fue sustituida por hijos de las mismas familias, una nueva generación de tecnócratas formados en universidades de EEUU y Europa. Liderados por Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), se entregaron en brazos del llamado Consenso de Washington, el modelo neoliberal, convencidos de que el futuro de México consistía en integrarse económicamente al poderoso mercado y a las líneas de producción de su vecino del norte. El TLCAN o NAFTA, firmado en esa época, el ambicioso tratado comercial y productivo, tenía la aspiración de convertir a Norteamérica en un espacio común, una idea relativamente emparejada con el proceso de integración europea. Pero en contraste con el otro lado del Atlántico, acá ninguna de las partes estaba interesada en abrirse más de lo indispensable. Estados Unidos no deseaba abrir fronteras a la migración o construir órganos de gestión vinculados al Gobierno mexicano, ni la élite de nuestro país quería perder las prebendas y los márgenes de ganancia que le ofrecían mercados protegidos y prácticas empresariales ligadas a los favores del Estado y a la corrupción de la vida pública.
La pretensión de que los sectores punta y las regiones geográficas beneficiadas por la integración irradiarían sus beneficios al resto del país quedó truncada. Lo que sí sucedió fue un extraordinario crecimiento de los segmentos modernizados y un atroz retroceso de las regiones geográficas y sectores populares defenestrados por el modelo. En los últimos 30 años México creció a una tasa promedio del 2,2% anual, apenas superior al crecimiento demográfico, pero ese promedio escondía diferencias abismales entre la parte que avanzaba y la que retrocedía. En 2018 la organización internacional Oxfam estimaba que las 10 personas más encumbradas gozaban de una riqueza equivalente a la mitad de la población, es decir, a lo que poseían 62 millones de mexicanos.
Los escándalos de corrupción y dispendio del Gobierno anterior hicieron el resto. En 2018 López Obrador, que ya había disputado en 2006 y en 2012 la Presidencia, llegó a Palacio Nacional sin mayor resistencia y obtuvo gran mayoría en el Congreso.
Desde entonces, AMLO, como se le llama entre propios y extraños, ha intentado gobernar en beneficio del México de los desprotegidos. Más que eso, intenta una revolución social que por fin termine con la injusticia. Ave de tempestades por su verbosidad rijosa y objeto de pasiones encontradas entre los mexicanos que lo odian y lo aman sin reservas, cabría preguntarse, a mitad de su gestión sexenal, si ha conseguido hacer un cambio significativo o, incluso, si hay posibilidades de que vaya a conseguirlo.
El Gobierno de la cuarta transformación, como gusta llamarse a sí mismo (la Independencia, la Reforma del XIX y la Revolución fueron las tres primeras), ha recurrido más al modelo utilizado por Franklin Roosevelt en la Depresión que a una propuesta emparentada con referentes de la izquierda latinoamericana, ya no digamos radical. El presidente implementó la transferencia de subsidios directos por cerca de 30.000 millones de dólares anuales a los sectores más empobrecidos y mejoró sustancialmente el poder adquisitivo del salario mínimo, fortaleció la capacidad de negociación de los sindicatos y emprendió cuatro o cinco grandes proyectos de obra pública en las regiones atrasadas. Estas y otras medidas complementarias buscaban fortalecer el mercado interno para, desde abajo, estimular una planta productiva más amplia, popular y diversificada.
Y pese a la muy belicosa narrativa con la que fustiga a los conservadores todos los días en su famosa sesión mañanera ante la prensa, su gestión es notablemente moderada. No solo mantuvo íntegro el esquema de integración con EE. UU., también cultivó y logró una inesperada y fraterna relación personal con Donald Trump, algo sorprendente dada la actitud reiteradamente ofensiva del expresidente con los mexicanos y lo mucho que le habría rentado a AMLO, en términos políticos y de apoyo popular, explotar la sensibilidad a flor de piel de los mexicanos en todo lo relacionado con los abusos de su poderoso vecino.
Pero más importante que eso, la 4T ha mantenido políticas macroeconómicas más cercanas a las de un gobierno neoliberal que a cualquier referente populista: control de la inflación, obsesión por la austeridad, rechazo al endeudamiento público incluso en la pandemia, equilibrio en las finanzas del Estado, fortalecimiento de la moneda, reducción de la burocracia. Y su aversión verbal a los ricos en realidad no ha estado acompañada de expropiaciones o incremento en los impuestos, más allá de perseguir con ahínco la evasión fiscal. En suma, el presidente ha intentado hacer un cambio del sistema, pero sin poner en riesgo la estabilidad económica y política, consciente de que ello lastimaría en primera instancia a los más pobres. Una apuesta prudente, que al mismo tiempo deja interrogantes en el aire.
¿Tenía posibilidades de provocar un cambio significativo una propuesta de esta naturaleza? Nunca lo sabremos. La crisis que dejó la pandemia barrió con cualquier mejoría atribuible a sus políticas públicas. La economía cayó más del 8% el año pasado y se estima que tomará dos años recuperar el nivel que tenía en 2018, cuando él tomó posesión. En otras palabras, un sexenio prácticamente perdido para efectos económicos, con o sin López Obrador.
Con todo, el presidente asegura que el principal cambio ya tuvo lugar. Un cambio de actitud de la vida pública con respecto a la corrupción, el gasto suntuario y el dispendio, además de la elevación a rango constitucional de las políticas asistenciales para los desvalidos. De ser así, no es poca cosa.
López Obrador arranca la segunda mitad de su sexenio ante una difícil disyuntiva. Mantiene el control político, entre otras cosas gracias a niveles de aprobación del 60% y una base social mayoritaria, pero su impacto sobre la economía real es limitado dado su duro enfrentamiento verbal con los actores decisivos. ¿Qué sigue? ¿Radicalizar sus propuestas para acelerar el cambio usando el poder del Estado, lo que polarizaría aún más sus tortuosas relaciones con el sector privado y buena parte de las clases medias, o acercarse a estos sectores productivos y profesionales para propiciar una rápida recuperación de la economía? Lo sabremos en las próximas semanas. Pero tampoco es que los márgenes de actuación sean enormes.
La pandemia y la crisis resultante han sido un duro golpe de infortunio para un hombre que luchó 30 años para intentar un cambio a favor de los dejados atrás, y una oportunidad histórica perdida para todos ellos, que por fin encontraban en Palacio Nacional alguien que hablara en su nombre. Lo que no está seguro, por desgracia, es que eso vaya a ser alguna diferencia en sus vidas.
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