Los milagros del 13 de mayo
El 13 de mayo de 2020 los peregrinos del mundo no podrán llegar a Fátima, donde siempre se espera el milagro. Como está pasando con todas las grandes convocatorias que deberían celebrarse en el singular tiempo de pandemia que vivimos, ésta también ha estado precedida de noticias contradictorias, así unas veces se anunciaba que la concentración tendría lugar como siempre, aunque manteniendo distancias sociales e imposibles, otras se daba marcha atrás y hasta las romerías se prohibían porque la ley impide ir de un área municipal a otra. Finalmente se optó por la fórmula del papa Francisco en la plaza de San Pedro: habrá conmemoración de los sucesos de Cova de Iria pero ante la soledad más expresiva y radical. Si el sol se mueve no habrá testigos, tampoco habrá gente de rodillas en la inmensa explanada del santuario esperando que la virgen vestida de blanco les prometa mejores condiciones de vida, justo este año que más personas en el mundo necesitan milagros para sobrevivir. Para quien nada tiene, salvo su fe, esta decepción es grande. El milagro era la solución, ahora viendo como la posibilidad se aleja, no son pocos quienes sienten que se apaga una consoladora esperanza.
Pero ¿todavía vivimos en la edad de los milagros?, podría objetar algún lector, repasando las historias religiosas y laicas de lo que sucedió en Portugal hace cien años. Las supuestas apariciones de la virgen a Lucia, Jacinta y Francisco, que algunos relacionan con el paso rápido entre árboles de una elegante señora vestida de blanco que iba al encuentro de un amante clandestino y que, obviamente, los tres niños no supieron descodificar, ocurrieron en 1917, en un soleado mayo. Desde entonces hasta ahora la humanidad sufriente que acude a Fátima ya debería haber encontrado mecanismos de solución para sus miedos y necesidades. ¿Qué se pide en Fátima hoy? No morir fuera de hora, desde luego, que haya cura para las enfermedades, poder vivir, en definitiva, con cierta armonía. Sin embargo, los pobres que en los años veinte se arremolinaban en el encinar de Fátima siguen hoy acudiendo al banco de alimentos con dos bolsas de plástico y una extraña confianza, y allí mismo, en la nave industrial donde se hace el reparto, le agradecen a Dios los paquetes de arroz con que volverán al piso estrecho en el que conviven varias generaciones, sin que se hayan modificado de forma sustancial las condiciones de vida de hace un siglo. O sea, que el milagro sigue siendo la alternativa posible para las personas que habitan los márgenes de la historia, y los márgenes, lo sabemos, pueden ser más grandes que la parte central del texto.
El estado social levantado con valores laicos y republicanos no se ha expandido por el mundo con la fuerza que el concepto de ciudadanía reclamaba. Imágenes de dirigentes políticos de México o Brasil, por citar dos ejemplos muy difundidos, enarbolando estampas o cruces e invocando Dios como remedio a la pandemia, no ayudan en la cimentación de la justicia social. La pasividad tampoco, menos aún las políticas de odio, cada día más estimuladas por sectores concretos con agenda propia, en la que el bien común no figura ni se le espera. Para éstos populistas que de lo aberrante hacen trampolín de salida, la promesa de milagros es condición de vida: personas asustadas, resignadas o indiferentes son el objetivo por el que avanzan en la construcción de la distopía en la que ellos, populistas de extrema derecha, ejercerían todo el poder, con la gracia de Dios, naturalmente. Para estos oportunistas, la calamidad es un gráfico donde pueden pintar curvas ascendentes, la Declaración de Derechos Humanos una consecuencia del buenismo de los ganadores de la II Guerra, con artículos más o menos aparentes para ser citados –no todos, no siempre–en encuentros internacionales, y las constituciones democráticas elementos de agresión si el volumen es contundente.
En cualquier caso, consideran procedente usar la mentira y el insulto, con eso articulan el paisaje y ya ni será necesario quemar bibliotecas ni establecer censuras políticas, simplemente no se recurrirá a la cultura, el pensamiento será ocultado bajo titulares hábiles y las buenas ideas reducidas al infantilismo propio de quien no conoce el mundo. Así, cuando el papa Francisco reclama un salario vital para los ciudadanos y las ciudadanas vulnerables, sus supuestos seguidores, con una medalla de la virgen colgada al cuello, tal vez la de Fátima, ignoran la demanda ética y siguen hablando de “paguitas” para gente que es pobre porque Dios lo ha querido o algo habrá hecho para no tener mejor suerte. O se silencia al secretario general de la ONU cuando reclama soluciones globales para combatir la pandemia y locales y urgentes para proteger a las mujeres que están siendo acosadas en su propia casa por la violencia de género que la sociedad del siglo XXI no consigue dominar y es uno de sus principales flagelos. Y más repugnante.
En este ambiente social, virus infecciosos para el alma y para el cuerpo, la peregrinación de Fátima y sus llamamiento a la conversión de Rusia suenan inocentes. De no ser por la desesperación que congrega, hasta apetecería este 13 de mayo viajar a Fátima, aunque fuera virtualmente, para ver si el sol hace cabriolas en el cielo o para revivir el momento en que la mujer vestida de blanco caminaba entre encinas para construir un momento de su libertad y fue sorprendida por tres niños que no sabían lo que era el amor y tal vez no llegaran a saberlo nunca porque los interceptaron y usaron su inocencia para fabricar vanas esperanzas.
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