La monarquía sigue adelante sin sobresaltos
Por muchas horas de televisión que se hayan dedicado a la cuestión, el décimo aniversario de la llegada de Felipe VI al trono ha pasado como una efeméride más, sin conmoción popular alguna. Habrá quien se ha congratulado sinceramente del hecho, habrá quien haya rabiado de que un Borbón siga ostentando la corona, pero ninguna declaración política ni manifestación de protesta han alterado las protocolarias ceremonias de celebración. Que en España haya rey no gusta a muchos, seguramente a la mayoría, pero la cosa se acepta porque nadie cree que eso se pueda cambiar.
Un poco antes de la coronación del actual monarca, en 2012 y 2013, la situación era bien distinta. Las sucesivas y cada vez más escandalosas revelaciones sobre el comportamiento delictivo de Juan Carlos I, que seguían a las actuaciones judiciales por corrupción contra su hija y su yerno, habían colocado a la monarquía al borde del precipicio. Y aunque nadie sabía cómo se podría colmar el vacío que ello abriría, hubo gente muy relevante que creyó que la institución ya no podía ser salvada.
Pero en política hay veces que se pueden hacer milagros. La sucesión de 2014 fue uno de ellos. Se diseñó sobre la marcha una operación de una complejidad extraordinaria. De una parte, se trataba de que Juan Carlos aceptara marcharse, a la vista de que ninguna excusa ni propósito de enmienda iban ya a anular la imagen de delincuente y de depravado que buena parte de la opinión pública, española y extranjera, se habían hecho de él.
Según se pudo colegir de las infidencias que transmitieron unos y otros actores de aquel proceso, no debió de ser tarea fácil. Y una de las condiciones fundamentales para alcanzar ese propósito era garantizar al monarca dimisionario que tras su abandono del trono no habría de pagar ninguna consecuencia penal ni económica por los desmanes por él cometidos y de los que cada día llegaban pruebas contundentes. En definitiva, que la inviolabilidad -o sea, impunidad- que le garantizaba la constitución seguiría plenamente vigente.
Por vías no siempre ortodoxas, retorciendo a veces más de lo posible los preceptos jurisdiccionales, Juan Carlos vio cumplidas sus exigencias. Y más de una vez ha tenido a bien alardear de ello. Cuando, con una risotada adicional, proclamó que él no tenía que dar explicación alguna de lo que había hecho en el pasado.
La otra parte de la operación era conseguir que el sucesor, Felipe VI, se aviniera a distanciarse de los comportamientos de su padre, rompiendo con él en la medida de lo posible y tratando de transmitir a la opinión pública que él era distinto, que ni por asomo iba a violar ley alguna ni cometer abusos de poder en provecho propio, por mínimos que fueran.
Lleva diez años dedicado a esa tarea y nadie ha conseguido pillarle en renuncio alguno. Sobre su comportamiento previo al ascenso al trono, que se produjo cuando tenía ya 47 años, nada se dice. Aunque cabe sospechar que no se le pudo escapar que su padre cometía excesos sin cuento y que en aquella casa entraban sumas muy cuantiosas de un dinero de dudosa procedencia.
Pero la compleja operación que se montó para que Juan Carlos abdicara y Felipe se ciñera la corona ya no podía hacer nada con eso. Sólo esperar que poco a poco ese pasado dudoso se fuera olvidando. Algunos españoles lo habrán borrado de su memoria. Otros no. Pero esa cuestión, como esas otras muchas que forman parte de la historia más oscura de la más reciente monarquía española, ya llevan tiempo fuera del debate público. Eso sí. Pueden volver a escena en cualquier momento. Porque se han apartado, pero no se han borrado. Y una crisis, no sólo en relación con el comportamiento de la Casa Real, puede reverdecerlas.
Más allá de esas eventuales incertidumbres, que por el momento no asoman sino muy marginalmente, está claro que los que estuvieron detrás de la sucesión cosecharon un éxito político innegable. Contaron para ello con el apoyo de personajes decisivos de ámbitos muy diversos -institucionales, económicos, corporativos- y supieron manejar bien los tiempos.
Pero seguramente la clave principal de su éxito residió en que en ningún momento, ni entonces ni ahora, en España existió algo parecido a un proyecto político para acabar con la monarquía. Esto es, para traer una nueva república. Ni los partidos que más duramente criticaban los desmanes de Juan Carlos o más acerbamente dudaban de que Felipe pudiera ser un rey honesto y eficaz apuntaron mínimamente a una movilización para provocar ese cambio.
De manera que si algún día quien puede hacerlo autoriza una encuesta para saber qué forma de estado prefieren los españoles, lo más probable es que la república gane de forma holgada. Pero si a esa pregunta se añadiera: “¿está usted dispuesto a hacer algo para propiciar su proclamación?” es altamente probable que una mayoría de los pro-republicanos se escaqueara con respuestas de todo tipo.
En esa paradoja reside la fortaleza y, a la vez, la debilidad de la monarquía española en 2024. Hasta que empezaron a salir sus escándalos era habitual que muchos españoles corrientes y no tan corrientes contestaran que ellos eran “juancarlistas” y no monárquicos, reconociendo así los supuestos méritos del anterior rey en el proceso de consolidación de la monarquía. Hasta ahora su hijo no ha hecho nada para que una parte de la gente se pueda proclamar “felipista”, aparte de que ese adjetivo ya está atribuido. Se ha limitado a sobrevivir. Sólo en una ocasión ha alzado el tono: cuando los independentistas catalanes se levantaron y él los reprendió duramente.
Eso no puede entusiasmar a esa supuesta mayoría republicana. Pero tampoco irritarla. Y así van las cosas. Echándose las cuestiones pendientes a la espalda. Porque hacerles frente sería peor.
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