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Opinión - Entre pasarse de frenada y estar KO. Por Esther Palomera

Necesitamos (buenos) partidos

Jóvenes universitarios.

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'La demagogia de los hechos' es el título de un libro que Ignacio Fernández de Castro escribió en 1961, en pleno franquismo. La editorial Ruedo Ibérico lo publicó en París, un año después. Empezaba con estas palabras: “Existen buenas razones para que seamos revolucionarios. Es necesario que los conformistas, los satisfechos, los que nunca quieren saber nada de nada y los que nunca se comprometen las conozcan”. Entre los jóvenes de izquierda antifranquistas de aquellos años, el libro pasó de mano en mano, y fue muy leído y discutido. Como los supervivientes de aquella generación, ha envejecido. El país que describía (“España es su campo, y sólo aceptando esta realidad y partiendo de ella es posible entenderla y arreglarla”) no es el de hoy. Sin embargo, el título del libro mantiene su plena vigencia.

Hace meses leí un artículo que se titulaba igual. En él, Antonio Muñoz Molina mencionaba el caso de una anciana desahuciada por deber 88 euros, y escribía, con toda la razón, que “no hay demagogo más descarado que la simple realidad; no hay panfleto más incendiario que la sección de Economía de un periódico”.

Podría añadirse que las otras secciones de los diarios tampoco se quedan cortas. Los hechos son demagógicos. Cada vez más. Las informaciones sobre guerras, violencia, pobreza, desigualdades o crisis climática, son estremecedoras. La realidad actual del mundo es terrible. Sin embargo, a veces te dan ganas de replicar a quienes se especializan en la descripción escandalizada de los hechos que, si bien necesitamos conocer la trágica “problemática” de los hechos, aún necesitamos más, como pedía Violeta Parra, encontrar y recorrer caminos viables de “solucionática”.

Fastidian un poco (sobre todo cuando son viejecitos encantadores) quienes simplemente se dedican, con éxito fulgurante y efímero, a generar escalofríos de indignación, contrastando cifras de escándalo (“Con lo que cuesta un portaaviones americano estudiarían el bachillerato todos los niños de Ruanda”) o lanzando mensajes del tipo “Todos os toman el pelo (menos yo)”Creo que son muestras de mala pedagogía. Excitan la pulsión al adanismo y a las recurrentes salidas de caballo y paradas de burro que tan a menudo causan estragos en la política de las izquierdas.

Comentando el libro-manifiesto '¡Indignaos!', de Stéphane Hessel, que tanta popularidad alcanzó hace quince años, Pietro Ingrao, el viejo dirigente del PC italiano, decía que “indignarse no basta”, y que “tampoco basta la responsabilidad individual”. La verdadera respuesta está en la acción colectiva, en una práctica política efectiva y permanente.

¿Cómo hacerlo, dónde, con quién, con qué instrumentos? Son interrogantes que no tienen fácil respuesta. Se tiende a considerar los partidos como máquinas para ganar elecciones y poder, más o menos al servicio de cargos públicos o de aspirantes a serlo. Que el término “partido” no tiene buena prensa es lo menos que se puede decir. Es sintomático que los de más reciente creación hayan evitado usar el término, y ni siqueira se hayan definido como tales.

La concepción peyorativa de los partidos, que a menudo tiene connotaciones de denigración absoluta, no es una moda inocua. Contribuye a debilitar la democracia y a ponerla en riesgo. Oculta, a menudo de forma no inocente, que los buenos partidos son organizaciones que funcionan y se mantienen en el tiempo, no por una exclusiva motivación de poder, sino porque responden a valores, principios y objetivos normativos y políticos compartidos por sus miembros. Puesto que sus finalidades requieren una acción continuada en el tiempo, una persistencia que permite agrupar al colectivo, organizar su acción, mantenerlo a lo largo del tiempo, renovarlo generacionalmente, proyectarlo hacia el futuro.

Los partidos tienen contradicciones, pero no tienen contraindicaciones. Absolutizarlos ha llevado al sectarismo y a cosas mucho peores. Pero denigrarlos por sistema es un disparate antidemocrático, por el simple hecho de que, hasta el momento, no existen fórmulas alternativas. No se han inventado nuevas recetas que no repitan o empeoren sus rasgos potenciales más negativos (personalización, hiperliderazgo, escisiones, etc.), Y que no produzcan, de rebote, reacciones adicionales de desánimo y frustración. No han faltado ejemplos, en las vicisitudes políticas de los últimos años, en nuestro país y en el mundo. Presentar la forma partido como irremediablemente obsoleta e intentar reemplazarla por movimientos de contornos imprecisos, no parece haber sido una buena idea.

La reivindicación del partido político como instrumento esencial de las democracia no implica renunciar a su crítica. Al contrario: sus formas contemporáneas chocan con graves problemas y limitaciones, que deben estimular una acción radical para reformarlas y adaptarlas a la aceleración de los cambios en curso, sociales, culturales y tecnológicos.

Para las izquierdas, y para los demócratas en general, disponer de buenos partidos es una cuestión esencial y urgente. Asistimos al ascenso de una Internacional de la extrema derecha, polifacética, geográficamente dispersa, ideológicamente heterogénea, pero peligrosísima. La memoria nos dice que la extrema derecha nunca llega al poder por si sola. Lo hace siempre del brazo de unas derechas conservadoras y miopes, y aprovecha la desatención, la desafiliación y las divisiones de las izquierdas y del campo democrático.

En esta situación, hay algo que debe pedirse a los más jóvenes, con el máximo respeto. Hay que pedirles que no se limiten a responder a la demagogia de los hechos con la indignación pasiva o la protesta intermitente. Que no renuncien, por prejuicios a menudo inducidos, a la aventura del compromiso político permanente. Para superar las actuales dinámicas iliberales y antidemocráticas, potencialmente desastrosas, necesitamos instrumentos colectivos potentes de participación y acción. Necesitamos herramientas democráticas innovadas, vivas y fuertes. Necesitamos (buenos) partidos.

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