El anuncio del ministro Garzón sobre limitaciones en la publicidad para niños de alimentos considerados no saludables ha generado todo tipo de comentarios. El viejo dicho de “con las cosas del comer no se juega” ha demostrado su vigencia, tanto por la gravedad de los datos que se han esgrimido para justificar la medida (40% de obesidad en niños de 6 a 9 años), como por las reacciones que ha suscitado (un tuit de Isabel Díaz Ayuso con un texto escueto pero radical en su demagogia “drogas, sí; dulces, no”).
En pleno inicio de la cumbre de Glasgow sobre cambio climático, el tema alimentario alcanza un relieve de carácter global que pocas veces ha tenido. La conocida relación entre salud y alimentación se llena ahora de conexiones con muchos otros aspectos vitales en plena emergencia climática. La mala alimentación genera una de cada cinco muertes en el mundo, pero la producción de alimentos es responsable de más de un 25% de las emisiones con efecto invernadero y los sistemas intensivos en esa misma producción masiva genera daños cada vez más irreversibles. La misma pandemia del COVID tiene conexiones con esa cadena alimentaria sujeta a presiones cuyos efectos son muy preocupantes.
Las ciudades son, lógicamente, las grandes acaparadoras de productos alimentarios y han ido aumentando cada vez más su dependencia con relación a la producción exterior, yendo cada vez más lejos a buscar productos. Cuando Mercabarna (el gran mercado mayorista de Barcelona) empezó a funcionar en 1970, solo el 15% de los productos procedían de un radio superior a los 100 kilómetros. En estos momentos esa proporción es del 85%. Más de una cuarta parte de las toneladas de alimentos que se comercializan en Mercabarna proceden del extranjero, y se exporta un 35% de lo que allí se comercializa. Barcos, camiones, trenes, aviones…, mueven las miles de toneladas de ese centro logístico, con la huella ecológica que todo ello supone. Al quebrarse el binomio alimentación-proximidad hace decenios, la vulnerabilidad del sistema se pone de relieve cuando faltan conductores, cuando hay colapsos en los puertos o por cualquier otra circunstancia adversa que hace peligrar el abastecimiento.
Derroche de alimentos (cerca de una tercera parte de lo que producimos acaba en la basura), dietas inadecuadas (una de cada cuatro muertes se debe a esta causa), problemas graves de malnutrición, falta de alimentos en algunos lugares y en otros, sobrepeso y obesidad. Si atendemos las cifras relacionadas con producción, distribución, hostelería y cadenas de distribución, la significación económica y laboral de la alimentación es extraordinaria. No nos debe extrañar que cada vez que alguien señala alguna cosa que va mal y que obliga a cambiar pautas de producción o de consumo, salten chispas por todas partes. Nadie está dispuesto a sacrificar intereses, años de sacrificio y puestos de trabajo por afirmaciones y predicciones agoreras que, en muchos casos, se ven aún como hipótesis no contrastadas de gentes alejadas de la vida real. Gentes con suficientes recursos para cambiar pautas de consumo y alimentación.
No me extraña que los alcaldes y alcaldesas de Londres, Los Ángeles, París, Atenas, Oslo, Estocolmo, Freetown o Barcelona, hayan decidido ir conjuntamente en tren desde Londres a Glasgow para mostrar la gran importancia que le dan al tema ambiental, o que el gran acuerdo de Milán del año 2015 sobre Ciudades y Alimentación Sostenible vaya recorriendo el mundo (este año con Barcelona como capital mundial) con un mensaje de concienciación y compromiso de cambio con relación a este tema. Las ciudades tienen un papel esencial si se quieren cambiar las cosas. Tanto en temas constructivos y urbanísticos, como en temas de movilidad o, en lo que ahora comentamos relacionado con modelos alimentarios, las ciudades son fundamentales.
Las ciudades ocupan el 3% de la superficie del planeta y concentran el 80% del PIB mundial, pero, al mismo tiempo, consumen el 60% de los recursos hídricos para usos domésticos, representan dos terceras partes de la demanda energética, generan más del 50% de residuos y producen el 70% de los gases con efecto invernadero. Con relación a la alimentación consumen cerca del 70% de la oferta global de alimentos, incluso en países en los que la población es fundamentalmente rural. Las ciudades son pues claves para que las cosas cambien.
Lo que hay realmente es una clara vinculación entre pobreza y hábitos alimentarios no saludables. La prevalencia de la obesidad es cinco veces menos acusada en mujeres con estudios universitarios que en aquellas que o no tienen estudios o solo acreditan estudios primarios. Conviene desmontar esa vieja hipótesis que las opciones alimentarias que uno toma son fruto inequívoco de su libertad individual. Las opciones de que dispone la gente no son las mismas en los distintos barrios de una ciudad. En zonas segregadas hay más abundancia de alimento ultraprocesado y es más difícil acceder a productos frescos. Comer bien implica tiempo, trabajo, recursos y dedicación, y es mucho más fácil comer mal. Deberíamos evitar responsabilizar a la gente por sus malos hábitos alimentarios, refugiándonos en una inexistente igualdad de oportunidades. La desigualdad de condiciones de partida es clave para tratar de mejorar la situación. Los poderes públicos son responsables de mejorar tanto la salud como la alimentación de los ciudadanos, conscientes cada vez más de los estrechos vínculos que existen entre una y otra cosa.
Todos podemos tomar mejores decisiones, pero hemos de tener las condiciones materiales y económicas que lo permitan. Vincular más producción alimentaria y consumo desde el punto de vista de proximidad, incorporar más los procesos alimentarios en las escuelas, reforzar la información sobre los alimentos ultraprocesados y sus efectos en la salud, o, como ahora se intenta, reducir el peso de la publicidad vinculada a productos que acaban generando problemas de salud, son algunas de las cuestiones básicas en que convendría insistir. Detrás del modelo alimentario lo que hay es un modelo de sociedad.