La literatura de autor expresa el teatro íntimo de la imaginación de quien escribe. La literatura de autor, cuando lo es, siempre es verdad y sincera. No tiene sentido discutirle al autor su ficción, pues es su verdad particular e indiscutible.
Los relatos de ficción pueden representar cifras abstractas de la realidad pero la novela es por su naturaleza sociológica e histórica. Un novelista no puede ignorar que sus ficciones encajan, matizan o chocan con la ficción establecida, creada por los poderes dominantes.
Leí hace unos días que el novelista Fernando Aramburu mostraba sorpresa por el éxito editorial y de prensa de una novela que le acaban de publicar. Francamente no puedo creer que sea una declaración sincera, porque cualquiera que leyese la presentación entusiasta que le hicieron las cabeceras de prensa madrileñas sabía inmediatamente que un libro así promocionado tendría éxito editorial. Si verdaderamente se extraña, entonces creo que desconoce completamente la realidad social y política de la sociedad en la que escribe y publica.
Entiendo que la celebración de esa novela se debe a conveniencia ideológica. El relato que hacen los entrevistadores y la propia argumentación del autor encaja, repite y refuerza el relato del poder establecido en el estado español sobre el conflicto vasco. ¿Tendría un tratamiento parecido una novela con valores estéticos parecidos pero que narrase las torturas en un sótano del cuartel de Intxaurrondo bajo el general Galindo?, por poner un ejemplo. Es evidente que no. Sin entrar en el valor literario de la novela misma, no debe dejar de ser recibida sin ponerla en relación con lo que nos ocultan, prohíben e imponen. Ningún novelista es completamente ingenuo.
Y debo referirme también a la promoción de un nuevo libro de Javier Cercas y que, de igual modo que la novela anteriormente aludida, también recibe una entusiasta promoción y acogida en los mismos medios. Creo que Cercas es el autor que más claramente está reflejando una visión del pasado que coincide e interesa al poder establecido. En la obra de este autor está la interpretación de la Guerra Civil y el franquismo que justifica la Transición y el sistema sociopolítico a que dio lugar.
En sus presentaciones del libro, Cercas hace una reivindicación personal de su tío, un joven idealista, y del abuelo. El escritor parece convocar o invocar los fantasmas de su familia e investiga su origen, una operación psicológica y espiritual profunda que solemos hacer los escritores al llegar a cierta edad. El trabajo del autor levantando un retrato de esas figuras ya es un homenaje a su existencia. Sin duda, esa obra nace de una necesidad íntima del autor y cubre huecos y reorganiza su mundo interior. Los escritores utilizan su oficio para construirse o reconstruirse interiormente.
Siendo un intento legítimo literariamente no se debe dejar de ver que encaja perfectamente en el discurso del poder y por ello es tan bien recibida. No debemos obviar el contexto histórico y social de las novelas si queremos valorarlas cabalmente.
Las personas nacidas en España y con cierta edad somos los hijos e hijas bien de los vencedores o bien de quienes se adaptaron de grado o por fuerza al franquismo para sobrevivir. Por un lado, nuestra conciencia fue modelada por un largo franquismo que penetró profundamente en las familias y la sociedad y, por otro lado, tenemos el instintivo deseo de defender o reivindicar a nuestros mayores. Incluso de absolverlos si es el caso. Aunque una relación madura con nuestros padres simplemente pide que intentemos comprenderlos sin necesidad de justificarlos.
Las novelas que reivindican a nuestros mayores más o menos franquistas y que nos ofrecen consolación y conformidad son comprensibles y legítimas una a una si hay una actitud sincera de búsqueda de verdad. Pero cuando su promoción y canonización van acompañadas del ahogamiento de otras miradas, de otras obras que representan una visión conflictiva de esa misma realidad, entonces son parte del discurso establecido por los poderes. Los deberes filiales de los novelistas no deben impedirles hacer su trabajo literario: ficciones que, además de entretener, ayuden a desvelar el relato establecido y muestren la complejidad y las contradicciones que nos ocultan.
Y tienen su correlato en las historias de la Guerra Civil que argumentan que “había buenos y malos en los dos bandos” o que “la razón políticamente está de parte de la República, pero...”. Un “pero” muy grande, extenso y bien alimentado que oculta el origen de aquella tragedia y justifica lo existente.
En correspondencia con la anemia cívica de la sociedad española, atrapada en una crisis social y política profunda ante la que se ve incapaz de reaccionar, la literatura que promueve el poder a través de sus medios de comunicación es, en la práctica, equidistante ante la Guerra Civil y hace lo mismo con la dialéctica antifranquismo versus franquismo. La argumentación implícita o explícita de que había buenos y malos en los dos bandos en la guerra se repite al calificar como tan enemigos de la democracia a quienes luchaban contra el franquismo como a los mismos franquistas.
Y, así argumentado, aceptamos que la Transición fue “una victoria de todos los españoles”, “un ejemplo de madurez” o cualquier otra cosa. Así que por qué vamos a cuestionar aquellos pactos y la forma y estructura del estado. Incluso, podemos creer y contar que el Rey Juan Carlos I no solo trajo la democracia sino que la defendió del golpe del 23-F.
Parte de la memoria de la Transición interesadamente sepultada son obras y nombres de autores literarios. Sin hacer recuento del exilio pienso en Alfonso Sastre, Eva Forest o José Bergamín, por ejemplo. No todo fue brindar por el rey y los apaños constitucionales, sino que también hubo quien objetó. Hay que recordar una cosa y también la otra.