El novio de Ayuso y el Maserati de Scorsese

15 de marzo de 2024 22:52 h

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En mi familia suelen hacer una comida anual con todos los primos segundos y tíos segundos; ese elenco de personajes secundarios de nuestras vidas a los que solo vemos o con ropa de domingo o vestidos de boda o bautizo como personajes de una serie de dibujos animados. Siempre anda por ahí tu tío Luis, que ha tenido una vida interesantísima y vivió en Tetuán y tiene afectados modales norteafricanos; ese hermano de tu abuelo, policía retirado que te da collejas mientras te cuenta sus batallitas de cuando la ETA o del lechazo que se comió en Casa Antón, en Lerma, una noche camino al País Vasco; la señora cuyo nombre desconoces te dice todos los años que estás más alto, aunque ya tengas treinta y midas exactamente lo mismo que a los catorce (un orgulloso metro setenta y tres como Robert de Niro); tener que explicar (a gente cuya única noción sobre mí es que me meaba en la cama a los cinco años) que ahora soy un señor con ojeras que paga su cuota de autónomos religiosamente y desayuna rivotril no es tan sencillo como uno piensa. Pero ese es otro tema, yo venía a hablar de coches. Coches que nunca podré conducir y que probablemente tú tampoco. 

Una prima de mi madre, o más bien el gualdrapa de su marido, aparecía cada año con un coche diferente. Mi primer recuerdo es el de un Seat León 2001 con los bajos del maletero raspados y una camisa de cuadros rosas y azules marinos con un pantalón blanco, náuticos marrones, gafas de sol y un peinado a lo Xavi Hernández. Saludaba a mi padre con violencia (mi padre, un hombre menudo y tranquilín al que esas confianzas nunca le han gustado) y a mí como si le debiera un par de favores. La España cañí condensada en un tipo de Guadalupe de Maciascoque de metro ochenta y tantos con un moreno artificial. Todo aquello se mantuvo año tras año salvo con una excepción: la gama del coche aumentaba cada vez que aparcaba bajo el chinarro del exterior del restaurante. En cosa de tres reuniones, pasaron a llegar no en uno, sino en dos Mercedes de alta gama. Fanfarroneaba de haber montado una empresa de pollos asados y que le iba “de puta madre”. Un día apareció en un Ferrari. Seguramente eran de esos pollos a los que quién no ha recurrido cuando cierra la cocina de los restaurantes; de esos pollos que quitan el hambre pero no alimentan. En resumidas cuentas: aquel tipo y su hijo se han pasado los últimos diez años tocando la armónica en una cárcel de Valencia.

Creímos dejar un par de décadas atrás el pelo engominado a lo Zaplana y el bronceado pasadísimo a lo Zaplana y las tramas corruptas del PP (a lo Zaplana). Creímos dejar atrás a Zaplana, y así estamos. La época de gloria de Fernando Alonso o la Selección de fútbol, antes de que Rafa Nadal se convirtiera, como diría hace unos meses el periodista Pedro Vallín, en un paso de Semana Santa con raqueta. Según qué cosas se mantienen, aunque a medio gas: Nadal juega –como puede–, Alonso corre –con lo que tiene– y el PP roba –donde lo dejan–, pero sigue estando sobre la mesa el denominador común de comportarse uno como un arribista chabacano y comprarse el reloj más cantoso de la joyería y el deportivo más objetivamente feo que uno pueda imaginar.

La prima de mi madre todavía niega que supiese a lo que se dedicaba su marido. El dinero retroalimenta la codicia y la impunidad, las consecuencias se infravaloran y llega un punto en que tomar a los demás por imbéciles tiene sus consecuencias. En Goodfellas, la película de Scorsese basada en la familia Lucchese, tras el atraco a la compañía aérea Lufthansa que es el gran golpe de toda una vida para la organización, muchos de los implicados aparecen esa misma noche en el club con abrigos de visón, deportivos nuevos y relojes caros, lo que llevó a mi tocayo Jimmy Conway a matarlos a todos en un arranque paranoico para evitar que el FBI los cazara. Como decía Delaossa: “Si un business sale mal con humildad se reajusta/ si un business sale bien y fardas mucho se te trunca”. También me gustaría “ir far away con ese booty  que me gusta”, pero ese es otro tema. Goodfellas nos enseñó que los chicos listos no son tan listos, que la familia es la familia y que ser un hortera y un fanfarrón solo puede llevarte a que alguien apellidado Conway se enfade contigo.