Ortega Smith y la derecha caníbal
La reorganización de la derecha española –que se inició con la aparición de Ciudadanos, la crisis de un Partido Popular acorralado por la corrupción y la irrupción de Vox como escisión ultra de los propios populares– ha ido mutando, con el paso del tiempo, en fiesta caníbal. El PP logró reponerse y fagocitar a Cs y su deseo sería hacer lo mismo con los de Abascal, pero la ultraderecha es un hueso mucho más duro de roer. De momento solo cabe la simbiosis en cinco comunidades autónomas y 130 ayuntamientos, y con esos pactos los populares han perdido el norte, el centro y la posibilidad de gobernar España. Alberto Núñez Feijóo, todavía sin superar la primera fase del duelo, olvida a menudo la principal causa por la que no pasará la Navidad en la Moncloa: Vox. El día de la lotería, Javier Ortega Smith se encargó de recordárselo agrediendo a Eduardo Rubiño. El portavoz de Vox en la capital se encaró durante un pleno con el concejal de Más Madrid, golpeó su mesa y una botella de agua salió volando. Todos los ciudadanos pudieron contemplar el incidente y buena parte respiró aliviada ante la amenaza que se esquivó el 23 de julio, cuando se evitó que sujetos como Ortega acabaran al frente de un ministerio.
Montaigne decía que cada sociedad se considera a sí misma civilizada y ve a las ajenas como salvajes. Feijóo debería leer más al francés, porque a veces te dispones a comer y acabas siendo comido. En el siglo XVI el alemán Hans Staden pasó nueve meses conviviendo con la tribu antropófaga de los tupinambá, sobrevivió para contarlo y narró su experiencia en el libro 'Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos que devoran hombres en la América del Nuevo Mundo'. Decía Staden que cuando los tupinambá capturaban a un extranjero no se lo comían enseguida. Se lo llevaban a la aldea, dejaban que el prisionero confraternizara con los miembros de la tribu y hasta se le permitía casarse con una mujer local y tener hijos. Hasta que llegaba el momento de su sacrificio y posterior conversión en el principal plato del menú, final ineludible por muy integrado que uno estuviera en la comunidad.
Como los tupinambá, la ultraderecha no puede ni quiere dejar de ser quien es, aunque el líder popular haya elegido confraternizar con ella y prefiera ignorar que el partido que galopa a lomos de la antipolítica se le puede acabar merendando. Madrid, lugar de nacimiento y hábitat natural de Ortega Smith, es el laboratorio perfecto para calibrar el éxito de la radicalización conservadora, centro geográfico y emocional de una España grande y libre, autoritaria y chulesca. En perfecta sintonía, el mismo día que Ortega Smith se comportaba como un energúmeno en el pleno del Ayuntamiento, la presidenta de su Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, recortaba los derechos de las leyes trans y contra la LGTBIfobia de Madrid. Tal para cual.
Es difícil que Feijóo rompa con Abascal y que este prescinda de Ortega Smith, referencia castrense y desacomplejada de Vox. Desde su paso por la Compañía de Operaciones Especiales, Ortega no se ha quitado la boina verde, y con ella calada hasta el entrecejo defiende la patria de sus amenazas –la inmigración, la delincuencia, las feministas, la “dictadura” LGTBI– con grandes dosis de testosterona y ardor. La Reconquista es lo suyo, o no hubiera entrado a nado en Gibraltar para izar en el Peñón una bandera rojigualda de 180 metros. Él mismo denominó aquella gesta como Operación Tarzán, por si hubiera alguna duda de cómo se ve a sí mismo y la idea que tiene de España y de sus enemigos. Sus exhibiciones físicas son frecuentes, ya sea ante la policía en Ferraz, los manteros de su barrio, un concejal conocido por su activismo LGTBI o ejerciendo de acusación particular en el megajuicio del procés. Como en su actividad política no derrocha toda su energía, practica natación, kárate, equitación, montañismo, tiro al blanco y si se incendia un contenedor, allí está él para apagarlo personalmente extintor en mano.
Ortega ejemplifica como nadie la España que defiende la ultraderecha. Feijóo y los suyos tienen, como mínimo, una indulgencia complaciente ante Vox y las señales más evidentes del peligro que representan –lo demostró el presidente del Pleno del Ayuntamiento madrileño, el popular Borja Fanjul, que ante la agresión de Ortega solo se le ocurrió dar la oportunidad de disculparse a Rubiño–, sin pararse a pensar qué están facilitando que suceda, por acción o por omisión. Las cestas de fruta y los lemas electorales alusivos a terroristas de ETA son marca del PP, no de Vox, y con esos gestos se crea el ambiente propicio que desemboca en la agresión física. “Ahora, lloras”, le espetó Ortega Smith a Rubiño después de la agresión. El 23 de julio una parte importante de España votó para que el de Vox no fuera ministro. Y, por eso, ahora llora Alberto Núñez Feijóo.
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