En la Cumbre entre la Unión Europea y la Asociación Oriental celebrada hace unos meses en Letonia, el presidente de la UE, Jean-Claude Juncker se mostró con un estado de ánimo más alegre que el habitual. Un vídeo de la televisión sueca lo muestra dando palmadas en la cara, besos en la mejilla y en la cabeza a algunos líderes mundiales. Reprochando, en broma, claro está, al primer ministro de Grecia, Alexis Tsipras, por no llevar corbata o haciendo un saludo militar al ministro español José García-Margallo. Algunos medios, no pocos, llegaron a preguntarse si Juncker no habría tomado alguna copa de más. Las bromas recordaron el día en el que agarró del cuello al ministro Luis de Guindos simulando que le estrangulaba frente a los fotógrafos. En esa ocasión a nadie se le ocurrió que podía estar ebrio.
Esta semana, Juncker, anunció en Estrasburgo, ante el Parlamento Europeo, un plan para reavivar el proyecto europeo duplicando su plan inversor. La parte emotiva la ocupó su llamado a una Europa en la que “la solidaridad tiene que ser voluntaria y no forzada”. La solidaridad, viene a decir Juncker, sería un derecho ético y no un deber moral.
Sentimientos aparte y retornando a los hechos, reconoció que el plan que lleva su nombre generará crecimiento económico pero, tal como ya impone la tradición europea, no habrá empleo. Acto seguido pasó al relato compasivo: “No puedo aceptar que Europa sea el continente del desempleo juvenil”.
¿Qué hacer? Su propuesta es crear un “cuerpo europeo de solidaridad” [sic] que participe en proyectos comunitarios como la atención a los refugiados. Para 2020, estima tener ocupados a unos 100.000 jóvenes. Según el último índice del Eurostat, solo en España el paro juvenil es de un 43,9% con 634.000 menores de 25 años desempleados. El voluntariado de Juncker para los próximos cinco años no despertará muchas expectativas, al menos, entre los jóvenes españoles.
Quizás el instante de mayor énfasis del discurso fue cuando Juncker sostuvo que Europa atraviesa una crisis existencial. ¿Fue este el momento filosófico del discurso? Tal vez pensaría en el Sartre que expresó que solo existimos en la mirada de los demás. De allí la solidaridad con los refugiados. O también, con el mismo colectivo en su mente, recordó que el infierno son los otros.
En Volar en círculos, el libro de memorias de John Le Carré que se acaba de publicar, su autor recuerda una cita de Graham Greene: «Si quieres hablar del dolor humano, tienes el deber de compartirlo». No parece que Juncker comparta ni sienta la intemperie y el desarraigo como los pueden experimentar un refugiado o la impotencia de un joven desempleado.
Esta levedad no es patrimonio de Juncker. Cuando George W. Bush presentó en el año 2000 en su plataforma electoral, el «conservadurismo compasivo» (compassionate conservatism) como un programa de tolerancia, inclusión y multiculturalidad, se posicionaba en esta línea. La filósofa Michela Marzano explica la diferencia entre compasional y compasión: lo primero «es una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno mismo se fabrica. La compasión, en cambio, tiende a eliminar la distancia entre el que la siente y el que es objeto de ella».
Juncker, al igual que Mariano Rajoy, intentan construir su imagen con relatos que solo buscan construir sus propias máscaras pero no pretenden modificar nada en el cuerpo social que se derrumba ante ellos.
Así como Junker no se pone en el lugar de un inmigrante, Mariano Rajoy no se coloca de manera compasiva en el sitio de un parado. Lo hace de manera compasional como cuando se sacó fotografías en la cola del INEM pero, jamás, lo ha hecho de manera real –a pesar de que no se cansa de invocar a la realidad–: hay una reforma laboral, un paro estructural y un crecimiento exponencial del trabajo temporal no solo de meses o de días, incluso de horas. En este sentido, las operaciones en el plano semántico dan resultado, ya que este tipo de empleo en el último Gobierno de Felipe González se le llamaba “trabajo basura”.
Se ha perseguido en los últimos días a Rajoy para que se pronuncie sobre Rita Barberá. En su partido se oyen voces contemporizadoras con Barberá como la de María Dolores de Cospedal o radicales como las de Cristina Cifuentes. En el PSOE, obviamente son extremadamente críticos con el pack de la corrupción conservadora: Bárcenas, Soria, Matas y Barberá. Los populares, por su parte, señalan a Griñán y Chaves. ¿Cuál es peor?
La corrupción es un problema político que no se agota, como pretenden, solo con la ley sino con herramientas políticas que lo superen y como parte de un programa más amplio que incluya a los problemas sociales. La cuestión social es el sujeto de la crisis y no la corrupción, una consecuencia lógica de este sistema.
La fórmula Junker, por su parte, utiliza la solidaridad voluntaria para el drama de los refugiados y menciona el populismo como problema derivado de ellos cuando el populismo, la “primavera patriótica” de Le Pen o el Brexit de Nigel Farage y Boris Johnson, son obra del plan de crecimiento asimétrico, cuya nueva etapa –dice Junker– entre otros beneficios, disminuirá el desempleo juvenil con un voluntariado para asistir a los refugiados.
Cuenta Le Carré en la introducción de su biografía que el título original (The Pigeon Tunnel, “el túnel de las palomas”) tiene origen en una visión suya, adolescente, en Montecarlo. Junto al casino, cuenta Le Carré, había un club de tiro y debajo de este, unos túneles subterráneos en los que introducían a las palomas vivas, nacidas y atrapadas debajo del tejado del casino. Las palomas avanzaban aleteando por esas galerías oscuras hasta salir al cielo abierto del Mediterráneo. Los tiradores del club descargaban, entonces, sus escopetas sobre ellas. Las que se salvaban volvían, como suelen hacer las palomas, al lugar de partida, debajo del tejado del casino para repetir otra vez el ciclo.
Propone Le Carré al lector que piense en el significado de esta parábola (“sabrá juzgar mejor que yo”, escribe). Podríamos aventurar, por ejemplo, que los parados, momentáneamente ocupados en un trabajo basura, y los refugiados tienen la misma suerte que las palomas del casino de Montecarlo.