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La paradoja del progreso: ¿por qué trabajamos tanto en la era de la tecnología?

Un mecánico, trabajando en un taller de Alcorcón (Madrid).

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España se encuentra en estos momentos negociando una posible reducción de la jornada laboral, que sería la primera desde que en 1982 se aprobara la jornada laboral de 40 horas semanales. Otros gobiernos europeos, sin embargo, tienen inspiraciones distintas y, por ejemplo, Grecia acaba de aprobar la jornada laboral de hasta trece horas diarias. Este contraste refleja distintas respuestas para abordar la cuestión central que enfrenta toda sociedad: ¿cuánto tenemos que trabajar y con qué objetivo tenemos que hacerlo?

El trabajo es una parte esencial de la reproducción social, esto es, de la capacidad de nuestra especie para seguir existiendo a lo largo de distintas generaciones. Para que esa reproducción social sea factible, es necesario que el ser humano tenga a disposición recursos naturales y energía, los cuales usará para dedicar tiempo al cuidado de los miembros de la sociedad y a la producción de bienes y servicios que satisfagan sus necesidades. Toda sociedad, sean cuales sean sus instituciones históricas, tiene que lidiar con este tema. El de ahora, por lo tanto, es una concreción histórica de un debate permanente a lo largo de la historia humana.

Hay dos formas habituales de abordar esta cuestión. La primera tiene que ver con la aceptación de las instituciones propias del capitalismo, tales como la coerción de la competencia y la pulsión continua por la autoexpansión del capital. Desde este punto de vista se nos dice que, si la clase trabajadora de un país trabaja menos horas que la de otro país, entonces se perderá en la lucha competitiva y la economía entrará en crisis. Este es el discurso que resuena desde hace una década en los países mediterráneos, culpados continuamente de tener niveles de productividad laboral más bajos que sus homólogos del norte de Europa. Es el eje del discurso neoliberal y sin duda está detrás de las nuevas regulaciones laborales en Grecia.

Este modo de pensar olvida que la productividad no tiene lugar en el vacío sino dentro de instituciones específicas, y que no es lo mismo producir tintos de verano que aviones de alta tecnología. El problema de la baja productividad de las economías del sur europeo, por ejemplo, está relacionado principalmente con la estructura económica y no con las horas de trabajo. De ahí que el discurso progresista, dentro de este paradigma, esté haciendo hincapié en la responsabilidad del capital y no de los trabajadores. 

La segunda forma de abordar todo esto es abstraerse de estas instituciones históricas, pensando el fenómeno de manera amplia. Si uno no está demasiado infectado por la lógica económica mainstream puede y debe preguntarse cómo es posible que, con el avance tecnológico producido en los últimos cincuenta años, las condiciones laborales sigan siendo básicamente las mismas o incluso peores. Las ganancias de productividad se han marchado a la cuenta de beneficios empresariales, mientras que gran parte de esos beneficios se han desviado creando burbujas en mercados que, como sucede con la vivienda, hacen la vida cotidiana aún más difícil a la clase trabajadora. Es evidente que algo falla en un sistema que conduce a este tipo de resultados. Sobre todo porque técnicamente sería viable para la mayoría vivir mucho mejor trabajando bastantes menos horas de trabajo. Pero, ¿por qué hemos tomado esta ruta como sociedad?

Algunas sociedades premodernas celebraban el progreso técnico como una bendición que les permitía trabajar menos tiempo. La razón económica detrás es bastante sencilla de entender: una innovación tecnológica conducía a un incremento de la producción por hora de trabajo (la productividad), de manera que se podía generar la misma producción en menos tiempo. El progreso técnico abría posibilidades para la liberación del ser humano respecto del duro trabajo que era necesario para satisfacer las necesidades de sus sociedades.

Fue con la irrupción del capitalismo cuando se hizo habitual interpretar el progreso técnico de otra forma, como una vía para generar más producción con el mismo tiempo de trabajo. Ahora que la sociedad humana crecientemente delegaba en una institución abstracta como el mercado la decisión de cómo usar el excedente económico, la rueda de hámster del crecimiento económico se imponía en todas partes. Toda innovación tecnológica estaría sometida al proceso de valorización del capital, lo que significaba básicamente que se producían más mercancías para producir aún más mercancías. Ese era el fin último de toda sociedad capitalista.

El crecimiento económico, con su continua reinversión de beneficios, trajo también un incremento del bienestar material y de nuevos y más sorprendentes avances tecnológicos. Aunque no toda la sociedad se beneficiaba por igual, es innegable que las condiciones de vida promedio en el siglo XXI son mucho mejores que en lo que eran en el siglo XVI. En consecuencia, este optimismo condujo a muchos autores a pronosticar la reducción de las horas de trabajo. 

De hecho, tanto Marx como Keynes, aunque desde ángulos muy diferentes, predijeron que las sociedades del futuro se caracterizarían por requerir menos tiempo de trabajo. Marx, que pensaba en una sociedad socialista, hablaría de la creciente esfera del reino de la libertad respecto al reino de la necesidad como consecuencia de sustituir el capitalismo por un sistema que se centraba en satisfacer necesidades y no perseguir beneficios. Keynes, que reflexionaba dentro de las coordenadas del capitalismo, pronosticó que los avances tecnológicos permitirían a la sociedad de sus nietos poder trabajar únicamente hasta 12 horas semanales. Ambos, en todo caso, sabían que el factor determinante de la duración de las jornadas de trabajo era de naturaleza política: la correlación de fuerzas entre capital y trabajo. Una mayor presencia de los sindicatos suponía una mayor presión para reducir la jornada laboral. No había ningún automatismo encerrado, pero ambos visualizaban un futuro donde la sociedad trabajara (mucho) menos.

Como bien sabemos, estas optimistas previsiones no se han cumplido. Aunque durante el último siglo en los países más desarrollados se han reducido las horas de trabajo, la jornada laboral sigue siendo muy alta en comparación con lo que imaginaron Marx y Keynes. Además, hay infinidad de matices adicionales. Por ejemplo, para las mujeres la reducción legal de la jornada laboral no se ha traducido en una reducción de su jornada de trabajo en tanto que las tareas de cuidados (de la crianza, de la casa, etc.) suelen recaer bajo sus hombros. 

El propio debate contemporáneo sobre la automatización del trabajo y los riesgos de la inteligencia artificial se pueden encuadrar en este esquema. Por ejemplo, es muy difícil encontrar propuestas optimistas, a lo Marx y Keynes, sobre el impacto de las innovaciones tecnológicas futuras. La mayoría de los análisis son sombríos, invitándonos a evaluar el impacto sobre el desempleo de estas tecnologías. En el mejor de los casos se encuentran análisis que nos recuerdan que, aunque se destruirán algunos puestos de trabajo, hay muchos otros que se crearán –tal y como ha pasado en los últimos doscientos años–. Pero rara vez se escuchan voces que replanteen el sistema desde sus cimientos y que planteen propuestas que compatibilicen la innovación tecnológica con la reducción de las jornadas de trabajo.

En conclusión, la paradoja del progreso tecnológico nos obliga a reexaminar profundamente nuestras prioridades como sociedad. No se trata simplemente de ser más productivos o de adaptarnos a nuevas tecnologías, sino de redefinir el propósito mismo de nuestras economías. En un mundo que enfrenta una crisis ecosocial sin precedentes, la reducción de la jornada laboral no es solo una cuestión de bienestar personal, sino una necesidad imperativa para la sostenibilidad global. Debemos transitar de una sociedad obsesionada con el crecimiento ilimitado a una que valore el equilibrio entre el trabajo, el ocio y el cuidado del planeta. Este cambio de paradigma no solo nos permitiría vivir mejor trabajando menos, sino que podría ser la clave para garantizar un futuro viable para las próximas generaciones. El verdadero progreso, en última instancia, se medirá por nuestra capacidad para mantener la reproducción social. El camino para ello es el de crear una sociedad más justa, sostenible y con tiempo para vivir.

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