Manual de vuelo del Partido de la Gran Coalición
Las últimas elecciones han aumentado el número de partidos políticos con peso suficiente para ser decisivos en la investidura de un nuevo presidente. Pero en los resultados oficiales de los comicios falta una formación que, a pesar de no tener escaños conseguidos bajo su bandera, pretende ser el factor decisivo. Es el Partido de la Gran Coalición (PGC en sus posibles siglas). Hay en él políticos, periodistas y empresarios; todos animados por la misma idea: por mucho que se haya dicho que las urnas han lanzado por los aires el sistema político existente en España desde finales de los años 70, hay que hacer todo lo posible para que ese sistema sobreviva incólume. Como decía Francis Underwood en House of Cards, la democracia está sobrevalorada.
Algo se empezó a intuir cuando Albert Rivera hizo algo el viernes anterior al día de las elecciones que va contra todos los manuales conocidos sobre campañas electorales. Después de pasar varios meses anunciando que Ciudadanos podía ganar las elecciones y que él podía presidir un Gobierno que cambiara las cosas –sin sobresaltos, eso sí–, Rivera se echó atrás y vino a decir que se olvidaran de todas esas expectativas. No formaría parte de ningún Gobierno en el que él no fuera el presidente, pero no impediría su investidura con un voto negativo. Era como reconocer que su partido no iba a ganar las elecciones, una extraña forma de tirar la toalla antes de que hablaran las urnas. No es algo que se vea todos los días.
Personalmente, nunca he creído todas esas teorías de la conspiración que sostienen que Ciudadanos es un proyecto de laboratorio cocinado en los consejos de administración del Ibex. En España hay mercado para un partido de ideas liberales diferente al PP y si este está dirigido por alguien que se llama Mariano Rajoy, eso sin duda es un plus.
Lo que no sé es si Rivera hizo ese anuncio al que no estaba obligado porque las encuestas que tenía a mano le decían que lo que habían contado los sondeos de los medios de comunicación en los meses anteriores era una fantasía, o porque alguien le pidió que hiciera un ejercicio de responsabilidad para lo que iba a ocurrir a partir del domingo.
Después de las elecciones, ya no ha sido necesario jugar al despiste. Los llamamientos han sido constantes para que Rajoy continúe al frente del Gobierno con el apoyo directo o indirecto del PSOE y Ciudadanos. Pero la opción más deseada por el establishment es la del Gobierno de gran coalición, que daría “estabilidad” y “seguridad” al país y a su economía. Cuando al final de la semana posterior a las elecciones la Bolsa había bajado menos de un punto, casi pudo escucharse el grito apagado de decepción de los que esperaban que los mercados financieros –a los que en estos casos se considera un sujeto consciente– dieran la voz de alarma y, por eliminación, indicaran el camino a seguir. Pero eso no impidió que continuara la presión.
Cuando Pedro Sánchez dijo no a la idea de permitir la investidura de Rajoy, la presión se trasladó al interior del PSOE. Ahí también hay que sumar las ambiciones personales de Susana Díaz y la decisión inicial de Podemos de colocar el referéndum de Cataluña como condición irrenunciable para empezar a negociar, pero da la impresión de que la situación no hubiera sido muy diferente sin esos dos factores.
Los partidos españoles son de entrada reacios a aceptar ideas que vienen de fuera, por el férreo control ejercido por los aparatos, algo debilitado ahora en el caso del PSOE. Rajoy ya ha dicho que en caso de repetición de los comicios volverá a ser el candidato de su partido. Otro líder al frente del PP podría cambiar por completo sus expectativas electorales, pero en España los políticos sólo se van cuando han recibido una paliza en las urnas, y a veces ni eso, como se ve en el caso de Rajoy.
La peregrina propuesta de Podemos de sugerir una figura “independiente” para presidir el futuro Gobierno ha ayudado a dar aire a una idea de la que seguro que se está hablando en algunos lugares de Madrid. Muchos aspiran a encontrar un Mario Monti español, obviando que la elección del tecnócrata italiano sólo fue posible gracias a factores que no se dan en España en estos momentos: una situación de emergencia financiera con la prima de riesgo desbocada, la presión directa y nada disimulada de Merkel y la Comisión Europea, y las maniobras del jefe de Estado italiano, Giorgio Napolitano.
Sin que la primera sesión de investidura se haya celebrado, aún es pronto para saber hasta dónde llegará la presión en este punto, pero eso no ha impedido que en algunos medios de comunicación se sugiera de forma más o menos velada la opción de una figura de consenso sobre la que poner el paraguas de la gran coalición. Un ejemplo reciente lo ha dado en El Mundo José Luis Sanchis, asesor de Adolfo Suárez y de AP en tiempos de Fraga, con un artículo en el que se atreve a dar nombres.
La lista no tiene desperdicio y más parece una consecuencia de los tradicionales excesos en la mesa en estas fiestas navideñas: “Almunia (exlíder del PSOE), Botín (presidenta del Banco Santander), Brufau (presidente de Repsol), Díaz (presidenta de Andalucía), Espinosa de los Montes (en realidad Espinosa de los Monteros, marqués y comisionado de la Marca España), Fainé (presidente de La Caixa), Fidalgo (exlíder de CCOO), Galán (Sánchez Galán, presidente de Iberdrola), Garmendia (consejera de Gas Natural y ministra con Zapatero), González (se supone que es Francisco González, presidente de BBVA), Leguina (expresidente socialista de Madrid), Margallo (ministro de Exteriores), Roig (presidente de Mercadona), Rosell (presidente de la CEOE), Sáenz de Santamaría (vicepresidenta del Gobierno), Tecerina (se supone que es García Tejerina, ministra de Agricultura), Vargas Llosa” (sí, ese mismo, el escritor de origen peruano con nacionalidad española que podría aumentar la calidad literaria de los decretos que aparecen en el BOE).
“Puede que estos nombre no gusten, pero seguramente para los españoles será mejor opción que la celebración de unas nuevas elecciones”, escribe Sanchis. Es un rasgo característico de la aristocracia política y económica creer que ellos saben con seguridad qué es lo que quieren los españoles. Seguro que después de votar los ciudadanos prefieren poner en el Gobierno al presidente de un banco o un político fracasado y/o jubilado.
La Constitución permite –a saber por qué– que el Gobierno sea presidido por alguien que no es diputado o senador. Eso permitió todo tipo de conspiraciones antes del 23F sobre la elección de una figura “independiente” (puede que hasta con uniforme militar) para sustituir a Adolfo Suárez, que había logrado concitar el odio del Ejército, la Iglesia y la empresa. Esos antecedentes y el carácter delirante de la lista perpetrada por Sanchis hacen pensar que esa opción tiene pocos visos de plasmarse en la realidad.
La presión que sí tendrá más posibilidades de éxito es aquella con la que se busque convencer a Ciudadanos y al PSOE de que concedan a Rajoy lo que las urnas le han quitado, una mayoría para gobernar. Rivera ya ha dado el sí, de ahí ahora la sala de tormentos en que se ha convertido el PSOE para Pedro Sánchez. Por lo que empiezan a decir no en voz baja los dirigentes del PP, la derecha confía en que sea Susana Díaz quien, después de las segundas elecciones, les entregue los diputados que hoy no tienen.
Las dificultades para la formación de un Gobierno tras el 20D son innegables. Pero con independencia de qué tipo de Gobierno salga adelante ahora o después de nuevos comicios, lo que sería una estafa es que ese desenlace no tuviera nada que ver con lo que los políticos han dicho en la campaña, con las ideas que defienden o con el programa con el que se presentan ante los ciudadanos. La formación que tenga la presidencia siempre podrá decir a sus votantes que esa era la única manera de continuar en el poder. Aquellos que hagan de colaboradores necesarios desde otros lugares habrán decepcionado las aspiraciones de cambio de sus militantes y votantes y terminarán destruyendo sus partidos.
Los que mueven los hilos del Partido de la Gran Coalición habrán conseguido su objetivo, que no es otro que impedir que las urnas cambie el sistema político destruido por la crisis y la corrupción.