Pocos héroes de la libertad de expresión en España

Es ya un clásico, llevamos meses -algunos, años- hablando de la baja calidad de la prensa en España, de los problemas crecientes de la independencia de los medios debido a sus dificultades económicas, del efecto intimidador de la 'Ley mordaza' impulsada en solitario por uno de los gobiernos más autoritarios que ha tenido la democracia española desde la Transición y apenas pasa nada. Ahora bien, en cuanto el New York Times se hace eco de la situación en un tímido reportaje, se lía parda.

Inmediatamente, El País, en una torpe decisión que le deja en evidencia, prescinde como columnista de Miguel Ángel Aguilar (una de la voces consultadas por el Times) y en vez de dar explicaciones con transparencia a sus lectores y defender su marca y su prestigio, publica, qué casualidad, una nota sobre la mala situación económica y los proyectos fallidos de The New York Times.

Lo que viene siendo, en terminología de Jordi Évole, poner en marcha la máquina del fango. Esos usos (más bien abusos) con los que la prensa y los periodistas españoles hemos tirado por la borda un prestigio y credibilidad que nos va a costar (como colectivo) mucho trabajo recuperar.

Pero no nos engañemos, mirar al pasado de la profesión y de los medios pensando que todo fue bonito es algo más que un engaño de la nostalgia. Algunos de los que hoy se dicen víctimas de la libertad de expresión e intervienen con desparpajo en el debate sobre la calidad del periodismo, incluso señalan al diario de Prisa como la fuente de todos los males, son los mismos que en otros momentos fueron verdugos desde sus medios del rigor y la decencia profesionales.

Ahí tenemos a Pedro J. Ramírez, al que no le niego su talento y perseverancia (me divertí mucho trabajando a su lado, siempre desde la lealtad muy crítica), que después de llevar a la ruina a El Mundo y de impulsar a costa de los atentados del 11-M la mayor campaña de manipulación de la prensa española desde la Transición, quiere ahora ir de abanderado del periodismo de calidad. O al que fue su vicedirector y luego sustituto, Casimiro García-Abadillo, cómplice en la forma y el fondo de ese periodismo de agitación y que ahora es interrogado por Évole sobre las diferentes calidades del fango periodístico. O a la tropilla de tertulianos que tiene embelesada a media España haciendo pasar por periodismo lo que no es más (ni menos) que un entretenido espectáculo televisivo.

Este, el de la libertad de expresión y la relevancia del periodismo, es un asunto en realidad muy serio, del que depende en buena medida la calidad de nuestra democracia. Si no espabilamos, los ciudadanos se irán organizando (ya lo hacen en algunos casos) y tomarán el relevo. Ese sí puede ser el triste final de un oficio tan bello. Por eso abrir un debate sobre lo que nos pasa a los periodistas es tan necesario, pero si se sigue haciendo desde los egos y sin rigor, no servirá para nada.

Les copio más abajo, pacientes lectores, un artículo sobre este tema que escribí y publiqué en junio de 2006, unas semanas antes de ser destituido como director de elmundo.es por negarme de forma reiterada a secundar la campaña de manipulación de El Mundo sobre el 11M. En él se anticipan (¡hace casi 10 años!) algunas de las cosas que han pasado o están sucediendo. Una pena.

El orgullo del periodista solitario

Por Gumersindo Lafuente (publicado el 14/06/2006 en elmundo.es)

El orgullo del periodista solitario, comprometido con sus ideales de rigor, de servicio a sus lectores. Independiente y humilde en el ejercicio cotidiano de su oficio, pero soberbio ante las intromisiones del poder. Destinado a terminar sus días sólo laureado por la íntima sensación del trabajo bien hecho. Un profesional consistente, especializado, con buenos contactos y mejores fuentes que está perdiendo la batalla ante la globalización económica de la información.

Las multinacionales de la comunicación, los grandes consorcios multimedia se han convertido en el verdadero enemigo del auténtico periodismo. Cuanto más dinero, menos independencia. Cuantos más medios, menos rigor. Por supuesto, esto no siempre es cierto, no siempre se cumple al 100 por 100. Casi nunca se nos presenta de una manera descarada, todo suele ser sutil, viene embozado en el traje de la eficiencia, las sinergias, la competitividad.

Es más cómodo dejarse llevar por la corriente, no enfrentarse a los poderes económicos y políticos. Al fin y al cabo qué puede hacer un simple periodista contra todo un sistema.

Nos guste o no la prensa tradicional está en crisis. Los impresores de noticias se han dado cuenta de que su negocio se agota. Quizá por eso miran al multimedia como la esperanza de salvación. Se entregan a los intereses publicitarios como la única posibilidad de sobrevivir. Compadrean con los poderes políticos con la esperanza de recibir dádivas, en forma de licencias televisivas o de radio, o de publicidad institucional, para capear el temporal que se avecina.

Pero no hay que ser muy espabilado para darse cuenta de que lo que nos está pasando no es una crisis pasajera. Estamos metidos en el ojo del huracán de una verdadera revolución. Los que miran lo que está ocurriendo desde fuera, morirán con ella. Sólo sobrevivirán, y no es seguro, los que se atrevan a sumergirse a fondo, los que se entreguen con pasión y exploten con rigor las posibilidades del nuevo escenario. Los que sepan aprovechar las nuevas oportunidades, los que acierten en la interpretación de las nuevas reglas.

Son ahora los lectores, los ciudadanos, los propios profesionales del periodismo los que, hastiados de tanta impostura, de tanta superchería informativa y, aprovechando el poder de la sociedad de la información, de la Red, de Internet, alzan su voz y denuncian la situación.

Porque, no nos engañemos, ha sido la llegada de Internet la que ha puesto al descubierto la precariedad de los medios tradicionales. El poder de la Red, de los categorizadores de información, de los buscadores, de las redes ciudadanas, de los blogs, está generando un nuevo ecosistema informativo en el que por primera vez el receptor de la información se puede convertir con facilidad en emisor y en controlador eficiente.

Todo lo anterior puede parecer exagerado, incluso doloroso y difícil de aceptar para los profesionales de la información que hemos desarrollado nuestro trabajo con un gran esfuerzo personal en las últimas décadas. Sí, es duro, es difícil admitir la autocrítica feroz, pero es mucho mejor hacerlo ahora y enfrentarse al nuevo escenario, contemplándolo como una oportunidad de mejorar nuestro oficio, que empeñarse en negar lo evidente y atrincherarse entre las bobinas de papel prensa para ir muriendo poco a poco.

Y creo que somos nosotros, los responsables de los medios, los que dirigimos equipos de periodistas en todo el mundo, los que tenemos la responsabilidad de revitalizar nuestra profesión. Debemos lograr que las empresas comprendan que nuestra industria no puede asimilarse a las reglas ordinarias del mercado. La información no es una mercancía cualquiera. Los periodistas nos debemos a las empresas que nos han contratado, pero también y al mismo tiempo, nos debemos a nuestros lectores. Lograr un equilibrio posible entre estas dos fidelidades y utilizar toda la potencia de las nuevas tecnologías será el secreto de la supervivencia y del éxito de nuestro trabajo.