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Políticas más allá de las palabras

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La desinformación se ha ido convirtiendo en una mercancía barata y de difusión ultrarrápida. Y se han construido estructuras pensadas, de manera más o menos explícita, para ello. Timothy Garton Ash mencionaba en el 2014, que en EEUU había 264.000 especialistas en Relaciones Públicas y, en cambio, el número de periodistas se había reducido a unos 47.000. De esta manera, la idea de una esfera pública que activa, dinamiza y permite un libre contraste de ideas como base de una democracia viva, parece perder sentido, ya que, en buena parte, lo que se activa en esa esfera son opiniones e identidades ya fijadas. A pesar de que, de alguna manera, ello ha sido siempre así ya que las identidades políticas y el sesgo que incorporan han existido siempre, lo nuevo ha sido convertir en industria la dinámica de la desinformación y, por otro lado, individualizar al máximo ese mismo espacio de debate y deliberación.

Cualquier definición de democracia que utilicemos incorpora la idea de la libre emisión de juicios y opiniones de los ciudadanos como base mínima desde la que considerar el funcionamiento del sistema. Pueden y deben existir muchas opiniones distintas, que serán más sólidas en su capacidad de argumentación cuanto mejor estén fundamentadas en evidencias, en hechos. Y, hemos de suponer que cuantas mejores evidencias tengamos, y mejores argumentos construyamos sobre ellas, más capacidad de persuasión tendremos. Y en una democracia la persuasión sobre qué hacer ante qué problema resulta clave, de la misma manera que lo es el persuadir de que la acción que ha desplegado el gobierno ha sido positiva o negativa. El problema no es la “verdad”, sino la solidez del proceso argumentativo, ya que la democracia se fundamenta en opiniones libremente contrastadas. Lo que algunos han llamado “incertidumbre institucionalizada”. La clave es que los hechos han de ser respetados. Y la opinión sobre los mismos, igualmente. Cuando la intermediación entre hechos y opiniones falla, la democracia tiene problemas, y en España últimamente esa intermediación está gravemente erosionada.

Hemos de reconocer que las políticas públicas están hechas de palabras. O, dicho de otra manera, los argumentos desplegados por los distintos actores en la esfera pública son una pieza central en todas las etapas de la elaboración de una política pública. Los argumentos van y vienen en un constante tejer y destejer de debate y de intentos de persuasión recíprocos. Es evidente que, si solo nos centramos en este aspecto, estaríamos descuidando otros muchos aspectos del proceso de decisión política que tienen tanta o más importancia: el desigual peso de los emisores de argumentos, el distinto grado de conocimiento de esos actores, el inequitativo papel de la participación política entre el conjunto de la ciudadanía, etc. Y ello es más importante cuando, como ya hemos mencionado, existe una notable erosión de lo que antaño eran fuentes creíbles y legitimadas de exposición de evidencias y de sólida argumentación.

¿Puede beneficiarse la calidad de nuestra democracia del hecho de que nunca como ahora hemos conseguido altos niveles de conocimiento sobre la realidad que nos rodea, sobre los problemas que nos acosan y sobre la posibilidad de realizar acciones que mejoren sustantivamente las distintas situaciones problemáticas en las que estamos situados? No se trata de establecer una conexión directa en ciencia y decisiones políticas, ya que ello implicaría socavar los cimientos del propio sistema democrático. Un sistema que basa su fuerza y resiliencia en el hecho de incorporar al proceso decisional no solo las evidencias y opiniones de los expertos, sino también al conjunto de la ciudadanía con derecho a voto que vive en las circunstancias problemáticas que se pretenden mejorar. Lo que implica, por tanto, que su propia vivencia tiene importancia y sirve para modular lo que desde una perspectiva estrictamente analítica puede considerarse relevante. 

En uno de sus aforismos el científico Jorge Wagensberg decía: “Negar la evidencia apabullante, apelando al derecho a la duda, es como luchar democráticamente contra la democracia”. Y es precisamente la democracia un sistema que acostumbra a permitir que se luche contra los fundamentos del propio sistema democrático si se utilizan de manera correcta los requisitos y las reglas que la democracia tiene establecidos para disentir. Lo cual no implica que, los defensores de la democracia, no hagamos todo lo posible para aumentar y reforzar la relación entre evidencias científicas, conocimiento disponible y solidez de las decisiones políticas a tomar frente a los retos que colectivamente tenemos planteados. 

No se trata de privar a la democracia de su fundamento más esencial que es el libre debate sobre problemas, soluciones y vías para avanzar. La situación actual parece exigir un reforzamiento del método científico a la hora de plantear las creencias de cada quién. La ciencia ha incorporado en su forma de hacer la falsabilidad como método y ello le permite ir cambiando de opinión a medida que aumenta el conocimiento sobre la realidad. Solo son definitivas las falsedades. Lo preocupante es que hemos aumentado enormemente nuestra capacidad de generar evidencias científicamente sólidas y al mismo tiempo, han aumentado extraordinariamente la difusión de falsedades sin solidez alguna. Nos falta una conexión mayor entre la elaboración del conocimiento y del progreso técnico, muy centradas en los hechos, y el mundo de las decisiones políticas al que se le atribuye el monopolio de los valores ya que se ocupa de los efectos que tales decisiones tendrán sobre el conjunto de la población. Relacionar mejor hechos y valores, buscando políticas fiables y efectivas que puedan articularse en el complejo mundo de los intereses y las ideologías, debería ser un objetivo que perseguir en las democracias avanzadas. 

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