Esta semana el diario El País ha destapado una trama de presunta corrupción vinculada a la concesión de autorizaciones para la construcción de parques eólicos en Castilla y León.
Desgraciadamente no es el único –ni será el último– caso de pagos de “dudosa” justificación realizados por empresas que obtienen permisos para la construcción de instalaciones energéticas.
Eso sí, éste resulta especialmente llamativo por su configuración: son muy frecuentes los casos de pequeñas sociedades instrumentales creadas únicamente con el objeto de conseguir autorizaciones que, tras invertir unas pocas decenas de miles de euros en proyectos de ingeniería y trámites, son vendidas por varios millones de euros, típicamente a grandes empresas eléctricas que son las que finalmente construyen las instalaciones. De esta forma, aunque pudiera demostrarse que tan llamativa cantidad acabara en manos de algún funcionario público, resulta prácticamente imposible implicar a la eléctrica, dado que no tenía por qué conocer la forma en la que se obtuvieron los permisos y, además, la transacción resulta razonable, económicamente hablando, en la medida en la que éstos son muy escasos.
En la trama eólica de Castilla y León llama la atención, sin embargo, que las grandes empresas desde el principio constituyen sociedades con socios locales a los que, tras obtener las pertinentes autorizaciones, les recompran sus participaciones a precios astronómicos. La eléctrica, por tanto, está al tanto de la tramitación desde sus comienzos, por lo que no puede alegar desconocimiento del proceso. Más cuando el socio local es directamente un alto cargo de la Administración, como es el caso. Luego vienen las compras de inmuebles por parte de éste, los pagos a través de Suiza e incluso los servicios de asesoría “abstractos” (sin ni siquiera mediar informes) de varios miles de euros mensuales en emolumentos a favor de diputados nacionales del mismo partido que el alto cargo implicado. Que el proceso lo haya destapado un inspector de Hacienda cuyo informe su jefa dejó en un cajón solo merece ya el calificativo de esperpéntico.
La pregunta evidente es, ¿para qué necesita una gran empresa con cientos de parques eólicos en funcionamiento en todo el mundo un socio local para construir uno nuevo en Castilla y León? Y, en caso de poder encontrar una respuesta a la anterior compatible con el ordenamiento jurídico: ¿realmente la participación de éste vale varios millones de euros?
Se abre ahora la vía penal, en manos de la Fiscalía Anticorrupción, en la que es necesario esclarecer la justificación de esos pagos y si realmente hubo o no relación entre éstos y las autorizaciones obtenidas; pero creo que tenemos que ir más allá. Es necesario trabajar en el origen del problema para evitar que se repita en el futuro. Y, como en tantos otros ejemplos de corrupción, aquí el problema se llama burocracia.
En efecto, para poder construir una instalación de producción de energía eléctrica es necesario salvar un verdadero laberinto de trámites administrativos. En el caso de las renovables, nos encontramos con la paradoja de que este proceso requiere mucho más tiempo que la construcción propiamente dicha. Para tener una cuantificación, es frecuente que el primero lleve de 5 a 10 años cuando en la segunda solo se invierten unos pocos meses. Así las cosas, no nos extraña que “los papeles” valgan mucho dinero en la medida en que ahorran tiempo. Han creado el caldo de cultivo de la corrupción.
Para complicar aún más las cosas, varios organismos intervienen en la tramitación de este tipo de proyectos. Primero hay que contar con el suelo, frecuentemente titularidad del ayuntamiento, que, además, normalmente debe recalificarlo para hacerlo compatible con el uso energético, proceso en el que usualmente debe contar con el visto bueno de una comisión provincial de urbanismo. Luego entra en juego la compañía eléctrica, que debe garantizar la capacidad de evacuación de energía a través de la red. Posteriormente, el departamento de medio ambiente de la Comunidad Autónoma incorpora las restricciones que son objeto de su competencia. Mientras tanto, todas las entidades “afectadas” por el proyecto, pueden presentar alegaciones. Con ellas y el informe de impacto ambiental, el departamento de energía de la Comunidad Autónoma concede la deseada autorización administrativa, pieza central de la trama eólica que nos ocupa. Tras ésta, el Gobierno central determina –siempre que no haya decretado una moratoria como la actual– la retribución económica de la instalación y concede, atención, un plazo relativamente corto para que se ponga en funcionamiento. Si en la ventana temporal que abre el Gobierno él proyecto no está muy avanzado administrativamente, no llegará a tiempo. En este caso, el valor de la autorización administrativa puede ser muy alto. Finalmente, el ayuntamiento en cuyo territorio se ubica la instalación, debe conceder la pertinente licencia de obras. Me dejo a propósito otros trámites que no siempre son requeridos, tales como estudios geológicos o excavaciones arqueológicas que, por sí solos, pueden llevar varios años.
No discuto que para poder poner en marcha, pongamos, una central nuclear, sean necesarios todos los trámites anteriores; pero, ¿es razonable aplicarlos a una pequeña instalación renovable?
En mi opinión, no. Es necesario abordar desde una perspectiva integral la racionalidad de todas las autorizaciones que actualmente se exigen a los proyectos renovables para reducirlas al máximo e implantar masivamente el silencio administrativo positivo. Si un proyecto tiene viabilidad económica, medioambiental y social, la Administración no puede demorar su construcción.
Se da la circunstancia, además, de que la espectacular reducción de costes de las renovables exige plazos cortos para su implantación. Son tecnologías que, al carecer de combustible, tienen costes esencialmente fijos, determinados prácticamente en el momento de la inversión. Una vez realizada la misma no es posible modificar su estructura de costes. A diferencia de las centrales que utilizan combustibles fósiles, las renovables son capaces de garantizar con precisión milimétrica el precio al que pueden vender la energía durante decenas de años.
Requieren, por tanto, de una estabilidad regulatoria que se consigue estableciendo retribuciones garantizadas durante su vida útil. Ahora bien, con una evolución tecnológica tan acelerada como la que estamos presenciando resulta imposible acertar en la cuantificación de éstas con varios años de anticipación.
Para que los consumidores podamos beneficiarnos íntegramente de los bajos precios que actualmente son capaces de proporcionar ya las energías limpias es esencial eliminar la burocracia sobrante en el sector. De paso, habremos cortado de raíz una innegable fuente de corrupción.