Todo discurre tan vertiginosamente que apenas hay tiempo para digerir los acontecimientos. Nos habíamos acostado el sábado con la sensación perturbadora de que algo grave podía ocurrir en España si la izquierda obtenía unos buenos resultados en las elecciones del día siguiente, porque la derecha había agitado el fantasma de que el PSOE podía urdir un fraude electoral y el mensaje había calado en multitud de fieles. Después de enlodar la campaña con sus referencias a ETA y sus clamores por la ilegalización de Bildu, el PP había encontrado en unos casos aislados de compra de votos la munición para esparcir, en perfecta sintonía con sus lanzaderas mediáticas, dudas sobre la limpieza del proceso electoral en su conjunto para el caso de que los resultados no fueran de su agrado.
Llegaron las elecciones y sucedió lo que ya todos saben: la derecha arrasó, se hizo con prácticamente todos los gobiernos autonómicos en disputa y expandió de manera notoria su poder municipal. En la celebración de la victoria, durante su comparecencia en el balcón de la sede de Génova ante una muchedumbre de simpatizantes, el presidente del Partido, Núñez Feijóo, y los gobernantes madrileños Díaz Ayuso y Martínez-Almeida parecían de repente otras personas: se veían relajados, pletóricos, apelaban a la convivencia de los ciudadanos y hablaban con ese tono contenido del estadista que está por encima de confrontaciones y miserias del resto de mortales. Después de cargar la atmósfera con combustible hasta unos niveles insoportables, habían ganado. Por goleada.
¿Qué había ocurrido? Que, pese a los infundios esparcidos de manera irresponsable, había funcionado la democracia, ese peculiar invento humano que en ocasiones no terminan de comprender. Que los casos de compra de votos -algunos de los cuales implicaban incluso a cargos del PP, según denuncias de las que no hemos tenido más noticia- eran hechos aislados, como bien lo sabían desde un comienzo los dirigentes populares. En suma, que era una vil mentira que el ‘experto en pucherazos’ Sánchez -así lo han llamado algunos medios- tenía un plan para alterar el resultado de las elecciones.
No era la primera vez que desde el PP se sembraban dudas sobre un proceso electoral: lo hicieron Javier Arenas y Alberto Ruiz-Gallardón la noche electoral de 1993, cuando Felipe González estaba a punto de proclamarse ganador pese a la durísima campaña de verdades, medias verdades y bulos que había montado en su contra la derecha que hoy evoca con nostalgia al expresidente socialista. Quizá lo novedoso es que hoy la derecha cuenta con muchos más canales para difundir con eficacia su propaganda y agitar las fibras emocionales de sus simpatizantes.
Este lunes, cuando los ánimos en la derecha estaban distendidos y tanto el PP como Vox se aprestaban a esperar con relativa calma el derrumbe total del gobierno socialcomunista en las elecciones generales de diciembre, cuando parecía que la palabra Mojácar iba a pasar al desván del olvido -¿le interesa ya a alguien del PP aquella “gravísima” compra de votos?-, resulta que Pedro Sánchez, haciendo gala de su ya legendaria intuición de superviviente, ha anunciado elecciones anticipadas para el 23 de julio. Tanto el PP como Vox han reaccionado con pretendida satisfacción, con el argumento del cuanto antes, mejor. Sin embargo, ya se les comienza a notar cierta inquietud por un movimiento que evidentemente los ha cogido a traspiés. El porte de estadista de Feijóo apenas le duró unas pocas horas, pues este lunes volvió a la carga con su eslogan de “derogar el sanchismo”. Un verbo para referirse al adversario político que ha calado en las masas conservadoras y que merecería una reflexión semiológica acerca de la falta de cultura democrática que aún anida en sectores de la derecha.
Ante la debacle electoral de la izquierda el domingo, el presidente del Gobierno parecía completamente amortizado, condenado a recorrer una vía dolorosa de seis meses en la que recibiría latigazos inclementes de amigos y rivales y que lo conduciría inexorablemente a la crucifixión política. Con el adelanto electoral no es que tenga demasiadas posibilidades de supervivencia, pero ha abierto un escenario ligeramente imprevisible con el que muy pocos habían contado. Después de lo ocurrido el 28M, y con la perspectiva de que Vox irrumpa este verano en numerosos gobiernos autonómicos y municipales, existe la posibilidad, por remota que sea, de que la izquierda se movilice, y ya se sabe que una movilización significativa de la izquierda puede alterar el fiel de la balanza electoral.
El hecho de que los comicios hayan sido convocados para pleno verano –son las primeras elecciones generales que se celebran en período estival- le añade una dosis de incertidumbre a la cita. ¿Qué consecuencias puede tener para los votantes? La pregunta no solo se refiere al impacto de las altas temperaturas en diversas zonas del país, sino al efecto del desplazamiento de millones de españoles para disfrutar de las vacaciones, muchos de los cuales deberán votar por correo si pretenden participar en los comicios. Hablando de votos por correo, ¿cómo es que la derecha no ha acusado aún a Sánchez de haber elegido la fecha de los comicios justamente para consumar, ahora sí, un gran fraude electoral, del que Mojácar no habría sido más que el laboratorio?
Nos esperan dos meses de mucha agitación, en los que quedará de manifiesto que no es sino una pose la tranquilidad con que la derecha ha recibido el anuncio del adelanto electoral. Es más que probable que el PP y Vox vuelvan a sus embestidas por cuenta de la extinta ETA y a sus señalamientos contra Bildu, que han tenido el efecto de aumentar la votación de la formación abertzale que exigen ilegalizar. Y quién sabe qué otros misiles se sacarán sus estrategas de la inagotable chistera. La pregunta es si, además, tendrán la desfachatez de seguir sembrando dudas sobre la limpieza de las elecciones, después de su apabullante victoria del domingo.