¿Una reforma penal y penitenciaria?
Con ser muy importante y relevante la reforma laboral que se negocia todavía en estos momentos, hay también otras reformas imprescindibles desde la óptica de los derechos fundamentales y las libertades públicas. Reformas que, como esta a la que me voy a referir, no son en absoluto mencionadas en el acuerdo de coalición progresista entre el PSOE y Unidas Podemos.
Me refiero a una reforma en materia penal y penitenciaria. Para todas las personas presas, sea cual sea el delito cometido por el que hubieran sido condenadas. Y, sobre todo –mención que hago solamente por razón del propio contenido de la legislación vigente–, para las personas presas condenadas por delitos de terrorismo o conexos, aunque, como se verá, no se trata solo de esta materia.
Desde el pasado 1 de octubre se ha transferido la gestión de las prisiones a la Comunidad Autónoma de Euskadi. Algo previsto en el Estatuto de Autonomía de 1979 y que, por tanto, era debido, aunque llega manifiestamente tarde. Pero aquí está. Y el Gobierno Vasco ha presentado un Plan para su desarrollo. Aunque dudo que vaya a ser suficiente. Hay demasiados problemas previos a la vida cotidiana en prisión, esa vida que ha de mejorarse y dignificarse absolutamente.
Partamos de que la lógica de la gestión de las prisiones es “extraña”, por decirlo de alguna manera. De un lado, en un momento que no recuerdo, pero que data de un buen número de años, las llamadas Instituciones Penitenciarias pasaron de estar residenciadas en el Ministerio de Justicia a estarlo en el Ministerio del Interior. Un cambio que deja a las claras el triunfo de la idea de la primacía de la seguridad del Estado sobre los derechos de las personas presas y sobre la propia dependencia del Ministerio “natural” en el que siempre habían estado. Y el Gobierno Vasco, sensatamente, ha colocado esta materia en el Departamento de Justicia, volviendo a situar la materia en el lugar de donde nunca debió haber salido.
De otro lado, esa lógica, que aún impera en el Estado, todavía chirría más en el caso de las personas presas por delitos de terrorismo o conexos, en el que la idea de seguridad ha superado absolutamente a la finalidad de estas penas. Superación que se produce al menos en tres planos: el de la propia duración de las condenas, el del seguimiento judicial de su desenvolvimiento y el de la libertad condicional y beneficios penitenciarios.
Pues sí, los últimos treinta años –especialmente los últimos veinte– han sido tremendos en este terreno. Y se trataría de revertir esta dinámica mediante una reforma de la legislación penal y penitenciaria en los aspectos indicados.
Vaya por delante el reconocimiento de una realidad novedosa, cual la de las decisiones de acercamiento de personas presas a las prisiones más cercanas a sus domicilios y a sus lugares de arraigo personal y familiar, en este caso, a prisiones de Euskadi o próximas, acercamientos que se han incrementado en los últimos tiempos, algo que es de subrayar, aunque no han finalizado, pues restan bastantes personas por acercar, y no solo por delitos de terrorismo, sino también de los que, por identificarlos de alguna manera, podríamos llamar “comunes” o “sociales”.
Subrayado que hago desde una estricta visión del respeto a los derechos humanos y desde la necesaria normalidad en un Estado de Derecho y democrático. Porque la situación vivida en los últimos 30 años no es soportable desde esa perspectiva. Y es que, aunque la legislación penitenciaria no recoja expresamente un “derecho” al cumplimiento de las penas de prisión en los centros penitenciarios más cercanos al domicilio, es claro que no solo su espíritu, sino también su letra, pretenden que ello sea así. Porque solamente así podrá hacerse efectiva la previsión constitucional de la orientación de las penas de prisión hacia la reeducación y la reinserción social, que dependen directamente del contacto efectivo y eficaz con la realidad social a la que se trata de incorporarse.
En materia estrictamente “penal”, es dolorosa la cuestión de la duración de las penas en España, Estado de la UE con el más duro, seguramente, sistema penal. Recordemos que la Ley Orgánica 7/2003 incrementó desde los ya elevados 30 hasta los 40 años el tiempo máximo de cumplimiento de penas de prisión y, además, también estableció otras limitaciones para la libertad condicional. Se trata de penas y exigencias manifiestamente excesivas desde el punto de vista de la dignidad de las personas y del respeto al libre desarrollo de su personalidad, como muchos estudios psicológicos ponen de relieve.
Y, si bien es cierto que en octubre de este mismo 2021, el Tribunal Constitucional ha determinado la constitucionalidad de la pena de prisión permanente revisable por no entenderla inhumana o degradante, lo cierto es que existen pronunciamientos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos razonando que el principio de la dignidad humana impide privar a la persona de su libertad sin atender al mismo tiempo a su reinserción social y sin proporcionarle la oportunidad de recuperar un día esa libertad y ha establecido en relación con la prisión perpetua el estándar de su revisión y de la posibilidad de lograr la libertad pasados un número de años que, en el marco europeo, ronda los 25 años.
Sin olvidar, desde un punto de vista estrictamente político-práctico, que no es obligado mantener toda la legislación “constitucional”, marco dentro del que hay muchas posibilidades de regulación, y que existe un amplio margen para la reversión de estas previsiones del Código Penal.
Por otra parte, también resultaría imprescindible la restitución de la situación anterior a la Ley Orgánica 5/2003, que creó los Juzgados Centrales de Vigilancia Penitenciaria y arrebató a los Juzgados “ordinarios” las competencias en esta materia respecto de los delitos enjuiciados por la Audiencia Nacional. Con ello se volvería a la situación anterior, según la cual el seguimiento de la ejecución de las penas de prisión la harían los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria del lugar de cumplimiento de la condena, como ocurre con el resto de delitos.
También es de exigir la derogación de la exigencia de que, para los delitos de terrorismo, el acceso a la libertad condicional se supedite al cumplimiento de algunos requisitos como la colaboración activa para impedir más delitos o para identificar y capturar a otros delincuentes. Es de reconocer el derecho de las víctimas de cualquier delito a la verdad, la justicia y la reparación, pero también resulta profundamente injusto distinguir entre delitos diversos y, además, supeditar la suspensión de la condena a estas excepcionales exigencias.
Ya he reconocido al inicio que el Acuerdo de Gobierno nada dice a este respecto. Quizá no fue un buen comienzo, pero puede tener un buen final. La lógica política indica que hay –o debiera haberla– una mayoría parlamentaria suficiente para estas modificaciones legales que, sin duda alguna, nos harán mucho mejores.
Con el máximo respeto y cariño a todas las víctimas de cualquier vulneración de sus derechos humanos, sigo sin comprender que el reconocimiento de derechos a las personas agresoras suponga menoscabo alguno de los derechos de aquellas.
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