La idea de que la inversión pública en infraestructura (calles, represas, centrales de energía, etc.) es un motor indispensable del crecimiento económico siempre ejerció una poderosa influencia en los funcionarios de países pobres. También estuvo detrás de los primeros programas de ayuda al desarrollo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Banco Mundial y diversas instituciones bilaterales comenzaron a canalizar recursos a países recientemente independizados, para la financiación de proyectos de gran escala. Y es la motivación del nuevo Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) liderado por China, que busca cubrir el presunto faltante de infraestructuras de la región, por un valor estimado en 8 billones de dólares.
Pero hace mucho que este tipo de modelo de crecimiento impulsado por la inversión pública (a menudo denominado despectivamente “fundamentalismo del capital”) perdió el favor de los expertos en desarrollo. Desde los años setenta, los economistas han recomendado a los funcionarios restar énfasis al sector público, el capital físico y la infraestructura, y priorizar en cambio los mercados privados, el capital humano (habilidades y capacitación) y las reformas administrativas e institucionales. El resultado, según todas las apariencias, fue una total transformación de las estrategias de desarrollo.
Pero tal vez sea hora de reconsiderar ese cambio. Si uno observa los países que, a pesar del empeoramiento de la situación económica global, todavía crecen rápidamente, verá que en gran medida se debe a la inversión pública.
En África, el ejemplo de éxito más sorprendente de la última década es Etiopía. Su economía viene creciendo a un ritmo anual promedio mayor a 10% desde 2004, lo que se trasladó a una importante reducción de la pobreza y una mejora de los indicadores sanitarios. A diferencia de muchos de sus vecinos en el continente, el país no tiene abundancia de recursos y no se benefició con el auge de los commodities. Y la liberalización económica con reformas estructurales que suelen recomendar el Banco Mundial y otros donantes internacionales tampoco tuvo mucho que ver.
En cambio, el veloz crecimiento fue resultado de un inmenso aumento de la inversión pública, de 5% del PIB a principios de los noventa a 19% en 2011 (la tercera tasa más alta del mundo). El gobierno etíope se embarcó en una campaña de gasto para construir rutas, vías férreas, centrales de energía y un sistema de extensión agrícola que mejoró considerablemente la productividad en las áreas rurales donde vive la mayoría de los pobres. El gasto se financió en parte con ayudas extranjeras y en parte con políticas heterodoxas (como la represión financiera) que canalizaron ahorros privados hacia el Estado.
El veloz crecimiento de la India también se basa en un sustancial aumento de la inversión, que ahora equivale a cerca de la tercera parte del PIB. Buena parte del incremento provino de fuentes privadas, muestra de la gradual flexibilización de trabas al sector empresarial que se produjo desde inicios de los ochenta. Pero el sector público sigue siendo un actor importante. El gobierno tuvo que intervenir, porque tanto la inversión privada como la productividad total de los factores decayeron en años recientes.
En la actualidad, la inversión pública en infraestructura ayuda a mantener el impulso de crecimiento de la India. Según declaraciones del jefe de asesores económicos del gobierno, Arvind Subramanian: “Creo que los dos sectores que frenan la economía son las inversiones privadas y las exportaciones. (...) Por eso (...) la inversión pública cubrirá el faltante”.
En América latina, Bolivia es uno de los pocos países exportadores de minerales que se libró de correr la misma suerte de otros ante la actual caída de precio de los commodities. Se prevé que en 2015 el PIB boliviano siga creciendo a un ritmo superior al 4% anual, en una región cuya producción general se está reduciendo (un 0,3%, según las últimas proyecciones del Fondo Monetario Internacional). En buena medida eso se relaciona con la inversión pública, que el presidente Evo Morales considera motor de la economía boliviana. De 2005 a 2014, la inversión pública total como porcentaje del PIB nacional creció a más del doble (de 6% a 13%), y el gobierno pretende subir aun más el cociente en los años venideros.
Sabemos que los grandes aumentos de inversión pública, igual que las bonanzas de commodities, muchas veces terminan mal: su rentabilidad económica y social disminuye, el dinero se acaba, y está todo listo para una crisis de deuda. Un estudio reciente del FMI señala que, tras algunos efectos positivos iniciales, la inversión pública pierde la mayor parte de su fuerza.
Pero eso depende en gran medida de las condiciones locales. La inversión pública puede mejorar la productividad de una economía por tiempo considerable (tal vez una década o más), como ha sido claramente el caso de Etiopía. También puede ser un catalizador de la inversión privada: hay cierta evidencia de que eso ocurrió estos últimos años en la India.
Los beneficios potenciales de la inversión pública no son solo para los países en desarrollo. De hecho, puede que un aumento de la inversión pública local hoy fuera especialmente ventajoso para las economías avanzadas de América del norte y Europa occidental. Tras la gran recesión, estas economías tienen muchas áreas donde sería útil un aumento del gasto público, para aumentar la demanda y el empleo, restaurar infraestructuras deterioradas y dar impulso a las actividades de investigación y desarrollo, especialmente en tecnologías ecológicas.
En el debate político suelen contraponerse a estos argumentos objeciones relacionadas con el equilibrio fiscal y la estabilidad macroeconómica. Pero la inversión pública es distinta de otros tipos de gasto público (como el pago de salarios de empleados estatales o las transferencias sociales), porque sirve para acumular activos, en vez de consumirlos. En la medida en que la rentabilidad de esos activos supere el costo de financiación, la inversión pública mejora la situación fiscal en la práctica.
Como no sabemos cómo terminarán los experimentos de Etiopía, la India o Bolivia, corresponde tomar recaudos al extrapolar la experiencia de esos países a otros casos. Pero los tres son ejemplos que otras naciones, incluidas las desarrolladas, deberían observar atentamente en su búsqueda de estrategias de crecimiento viables en un entorno económico global cada vez más hostil.
Traducción: Esteban Flamini