El 26 de noviembre de 1978 el rey Juan Carlos I de España viajó a Argentina. Al día siguiente, lunes 27, se encontró con el presidente argentino de facto Rafael Videla. Aquel mismo lunes desaparecieron a Alfredo Antonio Giorgi y Calos Santiago Mires, de quienes no sé nada más que eso, que los desaparecieron, quien sabe si mientras Videla pronunciaba ante el rey español sus palabras de bienvenida:“Este es un día de memorable encuentro filial. Todos los argentinos lo hemos aguardado con desbordante afecto, conscientes de su transcendencia y su dinámica proyección de futuro”. Memorable. Transcendencia. Futuro.
Al día siguiente, martes 27, desaparecieron a Hernando (Tito) Deria, Gertrudis Marta (Lucy) Laczik de Poblete, Hugo Alberto Merolo, Claudia Victoria Poblete Hlaczik, Jose Liborio (Pepe) Poblete Roa y Marta Inés Vaccaro de Deria. Nada más sé de ellos, solo que los desaparecieron mientras el rey de España, de la España democrática en construcción, se encontraba con los dirigentes de un Congreso que ya no existía, porque Videla y compañía lo habían disuelto, como habían prohibido los partidos políticos, pero qué le iban a importar al monarca los partidos, a él, que acababa de ser designado por un dictador, de oca a oca y tiro porque me toca. Al muerto se le puede llamar realpolitik y sentarlo a cenar, que no abrirá la boca.
Suele suceder que si uno construye sobre un terreno que alberga una balsa, en algún momento la casa empieza a resquebrajarse. Si la balsa es de aguas negras, de material en descomposición, poco a poco las tuberías se arrancan a exhalar un tufo repugnante y constante. Si esa poza oscura guarda un cadáver, cien cadáveres, mil cadáveres, el hedor de la muerte acabará haciendo la vida imposible. Y además, las grietas.
Los muertos de la balsa gritaban, majestad, usted los oyó gritar allí, era imposible no hacerlo, miles de personas en campos de concentración, en salas de tortura, en cárceles clandestinas, en talleres de horror, concentrados, gritando. Imposible no oírlos. Si hasta yo los oigo ahora, a través de los años. Las vendas que les cubrían los ojos en los campos constantemente, días, semanas, ¿sabe, majestad que se volvían de cemento? Después de jornadas de sudor, lágrimas y sangre, se endurecían como el vidrio y cortaban el tabique, la nariz. Usted oyó los desgarrones de los vientres abiertos, oyó el berrido de aquel hombre a cuyo hijo dieron picana ante su desesperación, oyó a la madre que moría reventada en el parto pro robo, a la cría violada hasta la muerte a jirones, el grito del tipo que recibió la foto de su madre sobre el suelo, desnuda, montada por los perros de los militares, tuvo que oírlos, como el murmullo de los curas católicos que confesaban a los torturadores, pobres chicos, que alivien sus conciencias. Usted estaba allí y tuvo que oírlo, majestad, porque usted estaba allí el día que le reventaron la cabeza al chaval de una patada, y sabía, claro que sabía, usted estaba recibiendo su premio de manos de quien ordenaba una madera más entre las piernas. Todo está AQUÍ guardado, narrado hasta la náusea, búsquese, busque lo que sucedió exactamente aquellos días, identifique el grito que decidió no oír y que olvidó.
Allí estuvo usted, Juan Carlos, y allí se quedó, porque él, el máximo responsable del horror extremo, sonreía, y sus generales sonreían, y sus perros sonreían. Y todo era gracias a usted.
Estamos sentados a la mesa. No dejo de darle vueltas a su foto con Videla, majestad, y me decido a preguntarle a Raúl Argemí, con quien comparto casa e hija: “En el 78, cuando el rey de España visitó Argentina yo estaba preso en los pabellones de la muerte, Unidad 9 de La Plata. Así se les conocía internacionalmente, pabellones de la muerte. Él también, claro, ¿cómo no iba a conocerlos? Estábamos ahí los tipos que consideraban que habíamos sido jefes en la guerrilla, y cada vez que sucedía algo que les molestaba a los militares, algo como una denuncia internacional, sacaban a uno y ya no volvía, como Gonzalo Carranza, cuya madre vivía a las afueras de Barcelona, como tantos... Si no nos desaparecían a todos era porque en Francia, Holanda, Bélgica, Suecia, Suiza y algún otro país hacían el seguimiento de todos nosotros, y no se atrevían a cargarse con ese escollo. Si no nos mataron a todos, fue por la presión internacional. Y entonces, ante el aislamiento internacional y las denuncias de desapariciones y cárceles clandestinas que corrían por muchos países, España, en la figura de su Rey, reconoció con su visita a la Junta militar”.
Y sobre esa balsa de putrefacción construimos nosotros todo esto. Nosotros, que también sabíamos todos estos años y hemos estado mudos. Nosotros que ahora nos sorprendemos con el hedor y las grietas, con este temblor negro que sube desde los cimientos.