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Rojos, verdes y todo lo que hay en medio

La eurodiputada de Podemos Irene Montero conversa con la líder de la Francia Insumisa en el Parlamento Europeo, Manon Aubry.

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La izquierda europea se encuentra nuevamente en un punto de inflexión. Recientemente, hemos presenciado la escisión de los partidos de la llamada “izquierda radical” en dos alianzas distintas: la recién formada “Alianza Europea de Izquierdas” y el ya existente “Partido de la Izquierda Europea”. Esta división tiene repercusiones significativas, especialmente en el panorama político español, donde los dos principales partidos de izquierda, Podemos e Izquierda Unida, se encuentran ahora en orillas opuestas de esta nueva brecha ideológica.

Para comprender la magnitud de esta división, es necesario remontarnos a los años 20 del siglo pasado. Fue entonces cuando se produjo la primera gran fractura entre los partidos socialdemócratas y los comunistas, y que España vivió con la fundación del Partido Comunista en 1921, surgido de las filas del Partido Socialista Obrero Español. La influencia de la Revolución Rusa fue determinante en este proceso, pues los bolcheviques, liderados por Lenin, creían que para consolidar su revolución era imprescindible extenderla a toda Europa. Con este objetivo, fundaron en Moscú la Internacional Comunista, que se convirtió en el pilar ideológico y financiero de los partidos comunistas europeos.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas experimentaron un auge significativo, especialmente en países como Francia e Italia. Su papel en la resistencia antifascista les había otorgado una legitimidad sin precedentes. Sin embargo, hacia la década de 1960, las tensiones con la Unión Soviética provocaron un distanciamiento ideológico que, en países como España, Italia y Francia, desembocó en el eurocomunismo. Pero el cambio iba más allá de lo ideológico. La sociedad estaba evolucionando rápidamente, impulsada por avances tecnológicos y la consolidación del Estado del Bienestar, y el discurso tradicional de los partidos comunistas comenzaba a sonar anacrónico en este nuevo contexto.

En respuesta a estas transformaciones sociales, los partidos comunistas iniciaron una búsqueda de nuevas estrategias políticas e ideológicas. Emergieron nuevas preocupaciones: la paz, los derechos civiles, el feminismo y, de manera destacada, la ecología. Esta última cobró especial relevancia desde los años 70 y 80, a medida que se acumulaban evidencias científicas sobre los impactos del modelo de producción y consumo en el medio ambiente. Fue en este contexto cuando surgieron los partidos verdes en toda Europa. Algunos nacieron de movimientos ecologistas, mientras que otros se nutrieron de ex militantes comunistas y socialistas desencantados. Se estaba formando una nueva familia política europea: la “verde”.

La caída de la Unión Soviética marcó otro punto de inflexión. Algunos partidos comunistas, como el italiano, abandonaron por completo sus tesis ideológicas. Otros, como el griego o el portugués, se atrincheraron en la doctrina tradicional. La mayoría, sin embargo, buscó un punto intermedio. En España, por ejemplo, el PCE promovió la creación de Izquierda Unida como una forma de integrar las nuevas demandas sociales sin renunciar al ideario socialista. Este proceso de adaptación permitió el reencuentro con sectores críticos de la socialdemocracia, dando lugar a lo que hoy conocemos como la familia de la “izquierda radical”, un espacio político sumamente heterogéneo.

Este espacio de la izquierda radical, que había experimentado un crecimiento notable tras la crisis financiera de 2008 en países como Grecia, Francia o España, se enfrenta ahora a una nueva división. A pesar de los intentos de coordinación, como la fundación del Partido de la Izquierda Europea, las diferencias ideológicas y estratégicas han existido desde siempre. En la izquierda europea existen diferencias enormes en temas como la inmigración, el sionismo o la política internacional. La nueva “Alianza Europea de Izquierdas”, de hecho, agrupa a los partidos ideológicamente más moderados en lo económico, más orientados hacia cuestiones ecologistas y feministas, y más proclives a alianzas militares como la OTAN. 

En el caso español, esta división europea tiene consecuencias directas. Izquierda Unida y Podemos, los dos principales partidos de la izquierda alternativa, quedan ahora separados institucionalmente en el ámbito europeo. Mientras IU fue una de las promotoras del Partido de la Izquierda Europea, Podemos siempre apostó por un espacio más “fresco” y menos anclado en la tradición comunista. Sin embargo, irónicamente Podemos concluye este aterrizaje europeo justo cuando a nivel nacional despliega el discurso opuesto (más duro, más de izquierdas y más antiotanista) precisamente para diferenciarse de Sumar.

Por otro lado, Sumar, la coalición que logró integrar a las múltiples izquierdas españolas para las elecciones generales, se encuentra ahora en una posición compleja. Sin haber consolidado plenamente la coordinación de los partidos de izquierdas en España, Sumar se debate entre la familia europea verde y la de la izquierda radical. Este dilema, que ha estado presente en las izquierdas europeas durante décadas, sólo podía haberse abordado de manera exitosa si no se hubiera dejado a los partidos fundamentales por el camino. Con ellos en los márgenes, o incluso disparando, es imposible que Sumar pueda dotarse de una identidad aglutinante. Sin poder solucionar el problema, sólo puede conllevarlo.

En definitiva, la nueva división de la izquierda europea es un reflejo de las tensiones y transformaciones que este espacio político lleva experimentando desde hace décadas. La capacidad de adaptación y reinvención de estos partidos determinará su relevancia en el futuro panorama político del continente. Y a pesar de las dificultades, las reglas electorales podrían forzar nuevamente la unidad. De manera similar a lo que ocurre en Francia, el sistema electoral de las elecciones generales españolas probablemente obligue a las fuerzas de izquierdas a pactar una candidatura única. Aunque la negociación será ardua, la necesidad de supervivencia política podría ser el catalizador para retomar el proyecto de reconstrucción de las izquierdas, tanto a nivel nacional como europeo.

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