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Rubiales: patriarcado y legitimidad

22 de agosto de 2023 21:46 h

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Cuando los consensos se solidifican y se convierten en el proceso en lo que son es cuando deja de ser interesante explorarlos desde la opinión. Por ser clara: hemos rumiado en los últimos días una y otra vez lo de Rubiales; la unanimidad es imposible, pero parece que una amplia mayoría coincide en que se trata de un bochorno machista, de una vergüenza; de un caso de “machirulismo cutre”, en palabras de Nadia Tronchoni, o violencia sexual ni siquiera torpemente reconocida por su autor, que se excusa sin asumir sus hechos, de los cuales “seguramente se haya equivocado”, pues “no se han entendido”. 

No sería interesante escribir una enésima columna cuando ese beso y esa impunidad ya han pasado al terreno de los hechos. Lo que sí desvela en estos momentos su interés, no obstante, es el trasfondo: cada una de las líneas de fuga y presupuestos que casos así nos plantean. Más allá de que se deba sancionar a Rubiales o de que, por decencia, él mismo tendría que ser capaz de dimitir: ¿sin qué requisitos sería imposible una escena como la de la ceremonia?

Lo afirmé al escuchar las primeras declaraciones del presidente de la RFEF: no, no fue un pico de dos amigos celebrando algo, sino una exhibición de poder retransmitida al mundo entero. No se hace algo así en cualquier circunstancia. Con toda acción hacemos explícitos y evidentes nuestros motivos, e incluso qué es lo que en el fondo pensamos o intuimos sobre la situación en la cual nos vemos envueltos. Ningún seleccionador llamaría campeones a las campeonas si no presupusiera, en el fondo, que ser campeonas es una versión de segunda, rebajada, un estatus menor; lo que está por encima o es más valorado infunde respeto e impone ciertas formas que no se mantienen cuando algo se toma a broma o se hace de menos. 

Para quien se cree con la legitimidad del paternalismo o la condescendencia para tratar a profesionales como si fueran niñas, o para convertirlas en objeto de declaraciones incómodas, o para robarles el foco en uno de los días más importantes de su vida, la gesta o hazaña no puede, al fin y al cabo, ser tan grande: el fútbol de verdad es lo que tiene lugar en otro sitio, consagrado, allá donde se mueven auténticos ceros y cifras astronómicas; el fútbol auténtico se da, sobre todo, entre hombres. Y ellas son —como lo son en el arte, como lo son en la ciencia— invitadas, participantes tardías o excepciones.

Se trata de patriarcado y legitimidad: de las formas sutiles y convencionales de decretar quién pertenece a qué sitio, quién forma parte de una comunidad y quién maneja o escribe las reglas del juego. La indignación que provoca el gesto de Rubiales no sería tan grande si no resonara con la misma fuerza que la identificación de tantas niñas en el patio con esas jugadoras convirtiéndose en modelos e iconos. ¿Qué mujer no se ha visto en una situación incómoda ante un superior en el ámbito profesional? ¿Qué mujer no ha recibido comentarios de índole sexual no solicitados y en contextos en los cuales estos se convertían en humillaciones? ¿Qué mujer no ha visto cómo un hombre, en posición de poder, se extralimitaba físicamente con ella, con una amiga, con una familiar o con cualquiera de sus pares? ¿Y qué mujer no recuerda excusas iguales, no conserva en su memoria a otro hombre llamándola exagerada, pidiéndole que se tranquilice, a punto casi de tacharla de histérica? Tenemos en política un recuerdo reciente: el de un empresario que, en 2016, en la Cámara de Comercio de Sevilla, simuló besar a Teresa Rodríguez, por aquel entonces líder de Podemos en Andalucía. “Me puso una mano en la nuca, una mano en la boca y le dio un beso a su mano”, haciendo que Rodríguez se sintiera “un objeto entre esos señores”. No fue fácil, pero Rodríguez denunció y al final hubo multa. Hubo algún tipo de protección. Pudo denunciar. ¿Cuántas veces denunciar, por silencio, por complicidad, por diferencias de poder, no es posible?

El presidente de una asociación como la Real Federación Española de Fútbol no es sólo una persona física: representa algo; es más, nos representa, a nivel nacional y en el extranjero. Todo cargo de representación puede ser motivo de orgullo o de vergüenza para los representados. Como país, España no puede permitirse encarnarse más en empresarios tocones o apologistas del machismo casual; menos aún cuando encuentra en las campeonas y su diversidad un reflejo mucho más luminoso. Pero no se trata de la persistencia de Marca España alguna, sino de dónde escoge nuestra sociedad trazar su línea roja. Esa es la discusión que hay que ganar; más todavía si queremos mostrar orgullo de quiénes somos y de quiénes aspiramos a ser.