Señor Sánchez, señor Iglesias, señor Rajoy, señor Rivera

Políticos y periodistas están condenados a encontrarse, a convivir en espacios cercanos, a trabajar desde diferentes trincheras pero sobre los mismos asuntos. Algunas veces esa proximidad fue tan grande que llegó a existir una cierta sintonía, una falsa corresponsabilidad, una traicionera complicidad entre unos y otros. Lo que al final casi siempre acababa mal para el periodismo: el periodista, subyugado por la cercanía del poder, abandonaba el sentido profundo de su trabajo, que era controlarlo.

En los últimos años estamos viendo con gozo cómo las televisiones, los medios más poderosos, inmediatos y masivos, se han entregado con pasión a la política. Y aunque ni todas las cadenas ni todos los programas lo hacen con el mismo acierto y rigor, es indudable que la audiencia está respondiendo y que lo que hasta hace poco parecía ser un contenido irrelevante se ha convertido en una de las estrellas de la programación.

Y en plena incertidumbre por la formación de un nuevo Gobierno, las ruedas de prensa de los líderes de los partidos se han transformado en uno de los fenómenos más atractivos. Las vemos en directo, a través de canales generalistas o de páginas de internet, desde casa o desde la oficina, en pandilla o individualmente. El miércoles pasado pudimos seguir las que dieron Pablo Iglesias y Pedro Sánchez tras su reunión. Había expectación. Muchos periodistas. Otros tantos asesores. Fotógrafos disparando sus flashes sin parar, un buen puñado de cámaras de televisión retransmitiendo en directo y cientos de miles de espectadores atentos a lo que allí iba a suceder.

Al margen del mensaje político y de las preguntas de los periodistas, lo que vimos, lo que llevamos viendo en los últimos meses, es a unos políticos que se dirigen con desparpajo a los periodistas por su nombre de pila, con una gran familiaridad. Y a unos reporteros a los que a veces se les escapa el tuteo y que en casi ninguna ocasión se identifican con su nombre y apellido, ni citan el medio al que pertenecen. Incluso es frecuente que hablen a viva voz, sin usar el micrófono, ignorando o despreciando a los que les estamos viendo y también nos gustaría escucharles.

Creo que deberíamos establecer una especie de libro de estilo para estas ocasiones. La primera norma, la esencial, la indispensable, debería ser evitar a toda costa la excesiva cercanía. Ni en el trato, ni en el tono, el periodista puede aparecer como un amigo o un colega. Ya sé que hubo periodistas que jugaban al pádel con el presidente, o presidentes que hipnotizaban en su bodeguilla a los opinadores más díscolos, pero esos tiempos son historia.

Señor Sánchez, señor Iglesias, señor Rajoy, señor Rivera, soy fulanito de tal del medio tal, debería ser el arranque obligado de cada intervención. No solo por una norma evidente de educación, también y sobre todo porque añade una información importantísima para valorar la pregunta. Saber quién la hace y el medio al que pertenece no es una anécdota, nos ayuda a comprender las intenciones y a valorar el rigor y la calidad del periodista y del que le paga.

Y desde luego sería bueno –es nuestro trabajo– esmerarnos un poco a la hora de plantear las cuestiones. Es verdaderamente patético ver cómo a un periodista en plena intervención se le olvida lo que iba a decir (el miércoles pasó) y cómo otro, tras hacer varias preguntas, se ausenta de la sala antes de recibir las correspondientes respuestas para sorpresa del interpelado (también sucedió). O el rito repetido por algún veterano, que haciendo gala de su conocido ingenio, siempre nos obsequia con algunos comentarios personales antes de hacer la pregunta que, en este caso, querido Miguel Ángel Aguilar, por fortuna sí suele ser un poco puñetera.