Entre esos seres y yo hay algo personal

11 de agosto de 2020 22:05 h

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Y vuelta a lo mismo. Un juez de los muy característicos en España, Juan José Escalonilla, se lanza a imputar a destacados colaboradores de Podemos, por la denuncia de un abogado de la formación que fue despedido, José Manuel Calvente. Es el mismo juez que, por dos veces, archivó las graves amenazas vertidas en un chat policial contra la entonces alcaldesa de Madrid Manuela Carmena, y que aceptó a Vox como acusación contra Unidas Podemos y sin fianza. Le han desaparecido 2,40 horas de la declaración del denunciante. Solo ha entregado, por tanto, a la defensa 40 minutos. No han guardado tampoco transcripción. Según Unidas Podemos –que pide el archivo de las diligencias- “no hay otro indicio material que las sospechas que dice tener su antiguo abogado”. Un prestigioso letrado, Gonzalo Boye, destaca, además, que los abogados no deben declarar sobre aquello que han conocido en su ejercicio profesional. Y en este caso, el juez le da vía libre sin respetar ni el secreto profesional.

De tantas veces como han ocurrido acciones similares (recordemos el famoso informe P.I.S.A, chapuza manifiesta de las cloacas que, como el resto de las querellas, fueron rechazadas por la Audiencia Nacional y el Supremo) ya resulta hasta tedioso, salvo para sus víctimas. Y sus víctimas no son solo los imputados directamente, sino la justicia, la verdad, el periodismo que come y distribuye basura, y hasta la democracia. Vivimos un extraño y horrible verano de un año trágico y convulso. Los problemas reales son enormes. Estamos sobrecogidos por el rebrote de los contagios de coronavirus, por la estupidez de los negacionistas e infractores, por la imprevisión de algunas administraciones y hay que elevar a categoría noticiable otra vez a Podemos, lo que huele a maniobra desde lejos. A ese intento reiterado de convencer al votante menos exigente con su criterio de que “todos los políticos son iguales” y se puede votar tranquilamente a los probadamente corruptos de derechas.

Otra vez las residencias de ancianos en peligro. Sin haber aprendido nada de la masacre que se los llevó por miles, sin que nadie le ponga coto con firmeza. Otra vez la falta de personal sanitario en algunas comunidades. Otra vez el Madrid de Ayuso. Esos rastreadores que previó, que no preparó, que contrata ahora a una empresa privada porque no tiene ya tiempo de instruirlos, esa empresa que buscaba rastreadores el miércoles mismo. El resumen de Aimar Bretos en Hora 25 de la Cadena SER, en 11 minutos, supone un devastador diagnóstico de lo que sucede en la Sanidad de Madrid en manos de Díaz Ayuso e Ignacio Aguado. Y ahí siguen.

Y, en estas, surge una alerta preocupante: el hospital 12 de Octubre de Madrid suspende operaciones con ingreso ante el repunte del coronavirus, según confirma la Consejería de Sanidad a El Mundo, que le llama ahora a esto “plan de elasticidad”. Todavía no estaba funcionando a pleno rendimiento la Atención Primaria. Tenemos encima el inicio del Curso Escolar, a cargo también de las Comunidades autónomas, en incertidumbre realmente preocupante. Al rey emérito en paradero desconocido entre impúdicas loas, creciente irritación ciudadana y vergonzante descrédito internacional.

En Líbano la corrupción era mayor que el Estado, explican, y el otro día estalló por los aires como en una metáfora. Destruyendo vidas, casas, negocios y futuro. La ira popular, lógica, ha echado al gobierno, pero cuando se deja pudrir de tal manera los cimientos de los países que ya sabemos, o de los trozos de país como se presume por evidencias este nuestro Madrid, ya poco remedio tiene.

Y ahí están con la matraca de Podemos, con los “ojo” disparados sin datos, circunstancias y antecedentes. Separando mundos sobre todo. Entre decencia e indecencia, muchas veces. Llega un punto en el que se confirma muy difícil cambiar las cosas cuando tanta gente rema en contra y tanta otra no sabe ni lo que necesita en su limbo y su derrota.

En este extraño tiempo nos comunicamos más de lo habitual aunque parezca mentira. Y hay mucho odio que expulsar pero también grandes ideas y emociones que nutren anemias sobrevenidas. Así llegó, de la mano de Marta Ávila, un monólogo del cantautor italiano Giorgio Gaber que, al explicar lo que era en tiempos “ser comunista”, venía a describir esa diferencia radical entre quienes, siéndolo o no -no en mi caso nunca-, creíamos en otro mundo posible y los que no. Y ya da igual que todos esos seres que viven y se alimentan en las cloacas se vean arrastrados por cualquiera de las corrientes que han abrazado. Y que se atreven a escribir sobre una izquierda y sus valores en crisis que ni en sus más remotos pensamientos limpios han conocido. Ésos para quienes ser demócrata ya es considerado una posición de extrema izquierda. Lo que queda de todo ese ideal profundo es lo que nos sostiene. Lo que pensamos y seguimos pensando al margen de cualquier etiqueta.

Lo que somos, creemos con fundamento y sentimos. Que podríamos estar vivos y felices solo si también lo estaban los demás. Que sentimos la necesidad de un empujón hacia algo nuevo siempre, por mucho que hayamos vivido. Que seguimos dispuestos a volar, a soñar, a ver de cambiar lo torcido aún. Porque con esa fuerza cada uno es más uno mismo. Con conocimiento, con realismo y razón. Lo que jamás llegarán a entender todos esos otros seres tóxicos o evanescentes a su sombra. Los enemigos de nuestra estabilidad. Y ya da igual lo que hagan y bramen. Y es que entre esos seres y nosotros hay algo personal.