El 'sí es sí' y la luz de gas colectiva
Dicen las definiciones que hacer luz de gas implica un tipo de manipulación emocional que consiste en hacer creer a alguien que algo que ha sucedido no ocurrió en realidad, o que sucedió de una manera diferente. Quien hace luz de gas quiere manipular tu percepción de la realidad para que creas lo que esa persona quiere que pienses.
He repasado estos días los textos que escribí durante el juicio de la manada en Pamplona, también los que redacté cuando la sentencia se hizo pública. Buscaba algo que sabía que estaba ahí pero que en los últimos tiempos, en medio del torbellino por la aplicación de la ley del 'solo sí es sí' y de su modificación, parecía haberse desdibujado. ¿Teníamos un debate sobre el consentimiento?, ¿discutíamos sobre la manera en la que la violencia y la intimidación afectaba al enjuiciamiento de los delitos sexuales? Estaba segura de que sí, pero el aluvión de declaraciones de los últimos meses me había hecho incluso dudar.
Leyendo y escuchando estos meses las diatribas sobre la ley pareciera que nunca hubiera existido un problema o, peor aún, que lleváramos desde verano de 2016 hablando de algo sin sentido. Que el complicado callejón político en el que se ha convertido la norma de libertad sexual no nos haga olvidar lo importante: existía un problema sobre cómo se concebían y codificaban los delitos sexuales en nuestro país, y también sobre lo que sucedía (y sucede) con los procesos judiciales que afrontan quienes denuncian.
Ese problema -condensado en los lemas 'no es abuso, es violación' o en el 'yo sí te creo'- dio origen a un debate amplio sobre la violencia sexual, también sobre el Código Penal. Leo la pieza sobre la primera sentencia de la Audiencia Provincial de Pamplona a 'la manada' y el texto me recuerda que el tribunal consideró que la lesión de la vagina que sufrió la superviviente fue un rozamiento, no un desgarro, una idea que sirvió a los jueces para estimar que no existió violencia. También que estar rodeada de cinco hombres en un cubículo no era suficiente para considerar que hubo intimidación. Consecuencia: una sentencia por abusos sexuales y no por agresión sexual, algo que corrigió posteriormente el Tribunal Supremo.
La nueva ley eliminó esa distinción y limpió el delito de 'extras': cualquier delito contra la libertad sexual era un agresión sexual, definida simplemente como la ausencia de consentimiento. Después, una ristra de agravantes, como la violencia, que evidentemente hay que probar, pero que no servían para definir el tipo de delito, sino la graduación de la pena. Afirmar ahora que mantener el nombre de agresión sexual pero crear dos escalones de agresión en función de si existió o no violencia o intimidación no afecta a esa definición de delito sexual o de consentimiento no parece del todo riguroso. El artículo que define el consentimiento se mantiene, efectivamente, pero lo que se discute desde 2016 no es la definición de consentimiento sino la definición de agresión sexual y qué elementos pueden 'despistar' de lo central para determinarla: que alguien no expresó su consentimiento, independientemente de si existió fuerza, violencia o amedrentamiento.
Hay un cambio conceptual que no es menor, al contrario, porque busca influir en la manera en la que se entiende la violencia sexual. Hacernos creer que esa discusión nunca se dio o que nunca fue importante no es un camino para solucionar la situación que se ha generado, más bien es una estrategia para desacreditar toda una movilización feminista que marcó un punto de inflexión en nuestro país y cuya dirección ahora sencillamente no interesa. Claro que el consentimiento siempre existió en el Código Penal, pero no así o no combinado con esta definición de agresión sexual.
Otra cosa es si las expectativas creadas con la nueva norma eran del todo realistas. Asegurar con rotundidad que con la ley de libertad sexual nunca se preguntaría a una mujer si cerró fuerte las piernas o si se resistió parece afirmar demasiado. Lo es por el mismo argumento que dan quienes se oponen a la reforma de la norma que se consagrará este jueves en el Congreso: porque sabemos que existe machismo en los juzgados, al menos en muchos, y que las inercias judiciales, como las sociales, siguen contagiadas de las ideas que conforman la cultura de la violación. Lo que sí es cierto es que la nueva conceptualización de la agresión sexual y el consentimiento querían impulsar un cambio para el que se necesita, entre otras cosas, desarrollar ampliamente la parte no penal de la norma.
No es fácil concluir cuál sería la mejor solución para la situación creada con la rebaja de penas, pero acabar de un plumazo con un cambio sobre el que se discutió ampliamente y que tenía origen en un problema real parece más una huida hacia delante en año electoral que una propuesta que realmente busque combatir la violencia sexual y escuchar al feminismo. Llama la atención que la alarma por la bajada de penas haya sido especialmente agitada por quienes niegan la violencia de género o por quienes desacreditan sistemáticamente a las mujeres que denuncian abusos sexuales sobre sus hijos. Hay quien ignora los derechos de las mujeres salvo cuando éstos pueden servirles para sus intereses, esto es, impulsar medidas punitivistas, xenófobas o conservadoras.
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