La sinfonía helénica
El estallido final de la larga crisis griega nos ha sumergido a todos en una especie de curso acelerado sobre la lengua helena. Se nos ha recordado reiteradamente que acuerdo en griego se dice sinfonía. Los aficionados a la música clásica sabemos que una sinfonía es un conjunto perfectamente ensamblado de acordes entre las diversas familias instrumentales que componen una orquesta y que culmina transmitiendo un mensaje emocionalmente placentero en un allegro finale.
Las grandes sinfonías resisten el paso de los tiempos y algunas de ellas son conocidas por sus adjetivos que las caracterizan. Pienso que las sinfonías más adecuadas para interpretar, en clave musical, la crisis griega, serían la Heroica de Beethoven, la Patética de Tchaikovsky y la del Nuevo Mundo de Antonín Dvorak.
Los griegos, hastiados de las corrupciones que durante más de cinco años llevaron a cabo gobiernos conservadores o socialdemócratas, terminaron eligiendo, hace seis meses, un partido significadamente de izquierdas, formado por una serie de fuerzas agrupadas en torno a la lista de Syriza. Es cierto que no alcanzaron la mayoría absoluta y que se vieron beneficiados por el regalo de 50 diputados que contempla la ley electoral griega.
Intentaron reanudar las conversaciones con la troika, grupo financiero sin legitimidad política, para intentar un acuerdo en sintonía con lo que había expresado una gran parte del pueblo heleno. El primer ministro, Alexis Tsipras, pensó, en mi opinión acertadamente, recabar cuáles erán los sentimientos de los ciudadanos griegos, respecto al comportamiento que los prepotentes servidores políticos de los banqueros alemanes habían mantenido en anteriores rescates. Todos sabían que la ingente cantidad de dinero del rescate se entregaba con una mano y se retiraba con otra para pagar a los pícaros banqueros alemanes que habían encontrado un filón en la desordenada economía griega. El voto del no en el referendum, triunfó abrumadoramente. Significaba, para quien tuviese oído y sensibilidad política, que los griegos no sólo querían permanecer en Europa, sino que aspiraban a que esa Europa, que proclamaba la solidaridad y los valores de democracia, tomase constancia de la necesidad de priorizar los principios y valores éticos permanentes, frente a la codicia de los acreedores, comparable a la que describía Shakespeareen en El Mercader de Venecia. Los griegos interpretaron una sinfonía heroica que les proporcionaba motivos suficientes para intentar revertir la situación de austeridad y miseria del pasado.
Cuando el primer ministro griego se trasladó a Bruselas, comenzaron los acordes de la sinfonía Patética. De forma descarnada y con la prepotencia de los que sólo saben de dinero, se permitieron ignorar la letra de los Tratados europeos que ellos mismos habían firmado y amenazaron a Grecia con una expulsión que carecía de sustento legal en cualquiera de los instrumentos jurídicos que todavía sostienen el carcomido entramado de lo que pudo ser una Unión Política Europea. El crescendo de los eurosátrapas alcanzó cotas insoportables.
Al final, el primer ministro griego comparece ante su Parlamento con un discurso que me sonó a patético y carente de cualquier mensaje esperanzador y de futuro. Regresó a Bruselas y firmó un acuerdo que, desde el primer violín hasta el timbalero y los percusionistas, saben que se trata de una partitura que no puede ser interpretada sin romper la armonía que se exige a toda sinfonía.
El futuro no está escrito, aunque se vislumbra cada vez con mayor nitidez. Sólo hay dos caminos, dejar que Alemania vuelva a imponer, una vez más, esta vez por la fuerza de las balanzas económicas, los desastres del pasado siglo o admitir que las cosas han cambiado y que la capacidad de conocimiento de los entresijos de la Unión Europea proporciona a sus ciudadanos las claves suficientes para entender dónde radica el conflicto.
O convencemos a los alemanes para que nos dejen votar en sus elecciones o no merece la pena el gasto que supone desempolvar las urnas y pedirles a los ciudadanos que manifiesten su voluntad, a sabiendas de que cualquier alineamiento que no vaya en la dirección de los intereses bancarios alemanes va a ser enérgicamente rechazada.
En estos momentos, hay que cambiar de partitura y acometer una sinfonía diferente: la del Nuevo Mundo. O los alemanes reflexionan sobre las consecuencias de su política o se mantienen impasibles, como en el pasado, ante las consecuencias que pueda desencadenar su pretendida superioridad ética, intelectual y laboral sobre los parásitos del sur.
Por cierto, un inciso, ante la ola inusitada de calor originada por el cambio climático, invito a los ministros alemanes a trasladarse a nuestro país y trabajar al medio día a 40° C a la sombra. Quizá a lo mejor entiendan que los desajustes provienen, en gran parte de la meteorología y de la orografía. Ni el Rhin, ni el Danubio se han dignado darse una vuelta por la Península Ibérica.
Quiero ser optimista y tener esperanzas. Recordarles a los alemanes que el himno de Europa está tomado del himno a la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. Repasen los versos de Schiller: “Todos los hombres serán hermanos bajo tus alas bienhechoras”. Tienen la oportunidad de sumarse a este proyecto colectivo que nos lleve a un nuevo mundo en el que los valores éticos y democráticos estén por encima de los bursátiles y financieros.
Lamentablemente la Filarmónica de Berlín ha encontrado un nuevo director, Wolfgang Schäuble. En lugar de ser fiel a la armonía mozartiana que sugiere su nombre, ha preferido la lúgubre musicalidad de una marcha fúnebre, que nos puede sumir a todos en la desesperación, la melancolía y la autodestrucción de la idea europea.
Los alemanes tienen la palabra. Conocen perfectamente, cuales son los pentagramas que nos permitan encontrar una nueva sinfonía que no desafine en exceso y que sustituya a la música actual, en la que sólo se escuchan los truenos de los timbaleros.