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Tiananmen y Chernobyl, del silencio comunista al espectáculo capitalista

Trabajar en Chernóbil treinta años después de la catástrofe

Pascual Serrano

Estos días hemos asistido al remember de dos acontecimientos históricos sucedidos en el mundo comunista del siglo XX: las protestas de Tiananmen y el accidente de Chernobyl. No es objeto de mi reflexión discutir sobre la información que disponemos de aquellos acontecimientos, y la precisión o no de nuestro conocimiento. Lo que creo que sí vale la pena es observar la capacidad que tiene el mundo occidental y su maquinaria de información/entretenimiento/ideológica de convertir en actualidad acontecimientos pasados cuando le interesan, presentar el formato más atractivo de la historia y lograr que su versión desplace a cualquier discusión, debate o investigación sobre los hechos.

En el asunto Tiananmen, lo más destacable es cómo para el ciudadano occidental el nombre de una plaza va unido inevitablemente a unos acontecimientos de protesta contra el gobierno comunista chino. Directamente los medios hablan de 30 años de Tiananmen, el tiempo que ha pasado desde la protesta, a pesar de que la plaza tiene cuarenta años más. Nadie piensa en la masacre de 300 estudiantes en Tlatelolco cuando los medios citan ese complejo de la ciudad de México. De modo que Tiananmen es la plaza de una masacre pero la plaza de las Tres Culturas, donde se desarrolló la masacre mexicana, es un complejo arquitectónico.

Una de las paradojas de las protestas de Tiananmen es que la foto más emblemática de la represión es precisamente un tanque que se detiene para no aplastar a un manifestante. Se me ocurren muchas movilizaciones y protestas en el mundo donde las fuerzas del orden no respetaron a un manifestante similar y no han pasado a la historia por sangrientas represiones como sucede con la plaza china. Desde el caracazo venezolano a la masacre de El Mozote en El Salvador. Y, por supuesto, creo que hay muchos países donde no hay que desplazarse 30 años atrás para encontrar represión y masacres de sus ejércitos.

El otro tema traído a la actualidad ha sido el accidente de Chernobyl gracias a una serie de HBO, del mismo título. Al igual que los acontecimientos de Tiananmen, Chernobyl ha sufrido por parte de las autoridades comunistas un gran secretismo, lo que ha permitido a occidente hacer sus propias interpretaciones y manejar los datos que ha considerado oportunos. Para empezar, en lo referente al número de víctimas que, en ambos casos, se mueve en una horquilla amplísima. En el caso del accidente nuclear porque el cálculo supone no solo las muertes en el accidente, apenas unas decenas, sino los fallecidos como consecuencia de las radiaciones recibidas.

Lo que es evidente es que las lagunas respecto a lo sucedido, el secretismo que rodeó la tragedia, característico de una guerra fría que todavía coleaba, y la estigmatización del gobierno comunista de entonces eran ingredientes estupendos para un producto audiovisual con el formato de ficción en lugar del documental. No es mi intención justificar ni blanquear las responsabilidades de aquellos gobiernos, me limitaré a sospechar la oportunidad de tanta insistencia y en la forma en que se hace. Que una serie de ficción, con escenas dramatizadas, con algunos personajes creados especialmente para la serie (la física bielorrusa Ulana Khomyuk), sin ofrecer fuentes rigurosas, ni tampoco documentos sea la vía principal de conocimiento del accidente de Chernobyl para la población occidental de hoy no supone ningún avance de acercamiento a la verdad. No se puede comprender que la única persona que se molestase en investigar el motivo del desastre fuese una física de la república vecina de Bielorrusia que fuese a Chernobyl por su cuenta a entrevistar a los técnicos moribundos en el hospital. Y que, encima, terminase detenida por el KGB. Lo lógico es que el propio estado soviético, aunque no tuviese ninguna intención de transparencia, intentase saber lo ocurrido. Se me podría argumentar que solo es una serie, no pretenden presentarse como los investigadores y reveladores de una verdad, pero eso es irrelevante, la realidad es que la “documentación” que los ciudadanos tendrán de aquellos acontecimientos será la historia que han visto en HBO.

Uno de los principios éticos del periodismo televisivo es renunciar a la dramatización de las noticias, es decir, no contar una violación o un atraco a un banco mediante una teatralización de actores por lo que eso supone de manipulación de la emoción de las audiencias. Imaginen la reacción de unos espectadores ante un acusado de violación y asesinato si, en la información sobre el juicio, se exhibe la dramatización de ese crimen con todo tipo de detalles, sangre, terror en la víctima y maldad en los gestos del asesino. Pues eso es la serie de Chernobyl. En ella, la intencionalidad está cuidada al milímetro sin importar el rigor. Hasta la responsable de vestuario Odile Dicks-Mireaux reconoció que el director, Johan Renck, “dio la directriz de que quería un vestuario feo”. Y reconoce tranquilamente que en la serie “han añadido algo de decadencia” y “la ropa es más de la URSS que la de entonces de Pripyat, donde se veían vaqueros, zapatos de colores y ropa que estaba llegando del extranjero”. Si había que proyectar una imagen decrépita del comunismo pues se hacía. Pocos se dieron cuenta, y muchos menos recuerdan, que en la película La vida de los otros, el color se vuelve alegre y brillante o sórdido y apagado según las imágenes correspondan a los disidentes o a las autoridades, según se esté en la Alemania Occidental o en la Oriental.

En cualquiera de las películas norteamericanas a las que estamos acostumbrados, los que sacrifican su vida o la ponen en peligro por los demás se presentan como héroes, en cambio esos mismos en la serie de HBO los vemos llevados al matadero por la dirección soviética. Militares, policías, bomberos y médicos mueren todos los años en muchos países del mundo cumpliendo con su trabajo y por las órdenes de sus superiores y, en última instancia, sus gobiernos. Sin embargo, en Chernobyl son presentados engañados y empujados por el gobierno comunista. Muchos de ellos eran profesionales que conocían bien el riesgo, difícilmente pudieron ser engañados, sin duda fue su sentido de la solidaridad lo que les motivó, como se aprecia en algunos momentos de la serie. A pesar de ello, esas decisiones heroicas y voluntarias nos las escenifican precedidas de miserables intentos de engaño por el gobierno.

Si la alternativa al ocultismo soviético es el espectáculo occidental de una serie de ficción, lo único que se ha demostrado es una mayor inteligencia para pastorear a los ciudadanos de unos que de otros. Resulta paradójico que quienes en su desenlace final en el último capítulo de la serie, hacen del rigor científico y de la verdad un baluarte, son sencillamente los creadores de una serie de ficción audiovisual sin aval científico ni documental. La frivolidad y el espectáculo imperante en occidente ha supuesto que un producto de ficción televisivo quiera darnos lecciones de historia y veracidad científica. Si lo del gobierno soviético fue un burdo comportamiento de quienes creían que con el silencio y la mentira podían engañar a un pueblo, lo de occidente es una brillante actuación de espectacularidad que pretende sustituir aquel silencio y mentira por exhibición y entretenimiento recurriendo a todos los recursos narrativos necesarios y audiovisuales con tal de que el resultado sea atractivo para los espectadores. Y lo que es peor, sentando cátedra sobre el valor del rigor y verdad.

Por supuesto, una buena narrativa requiere eliminar las partes que no interesan. La URSS no dejó nunca de homenajear a los liquidadores, todas las personas que se expusieron para paliar los efectos del desastre. Los diferentes monumentos en pie muestran que no hubo intención en olvidar lo sucedido. Y tampoco se quedó en meros homenajes, hace unos años un bombero ucraniano denunciaba que “cuando existía la Unión Soviética, nos cuidaban, nos curaban, se ocupaban de nosotros. Ahora los gobiernos nos han olvidado”. Hubiera sido un buen final de la serie, buscar cómo les va hoy a esos héroes, ya “liberados del yugo soviético”.

También podrían haber investigado dónde fueron atendidos y asistidos durante años los afectados por la radiación y contar que, tras la caída de la URSS, 26.000 personas fueron a Cuba, un gobierno que seguía siendo comunista, a recibir tratamiento médico gratuito.

Pero contar todo eso hubiera supuesto visitar ahora los lugares, recoger testimonios y declaraciones y el resultado sería un riguroso documental en lugar de una atractiva serie de televisión con efectos especiales y dramas ficcionados. Demasiado aburrido para nuestra sociedad del espectáculo.

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