Hace calor y aunque las ventanas están abiertas no pasa ni una gota de aire. Empieza julio ardiendo en las calles. Ya no hay colegios, solo el largo verano por delante. En el sofá hay una niña casi chica viendo la vida pasar a través del móvil. Con esa indiferencia natural de su edad parece escapar de una vida tediosa asomada a esa ventana indiscreta para la que no necesita ni esconderse ni unos binoculares como los de James Stewart en la película de Hitchcock. Puede mirar a placer las indiscreciones de los demás en las redes sociales: el baño en alta mar de Luis y el amigo desconocido que sale a su lado, el libro que está leyendo Carlota, las uñas postizas de su hermana en foto postureo Rosalía total, el desayuno de la madre de María, tostada de aguacate y té helado. Like. Llegará la madre del trabajo y lo primero que dirá, impotente, es ya basta de móvil, seguro que has estado todo el día ahí colgada, comentario al que le seguirá un no lejano y de oes largas y cansadas que suena a qué pesada con lo del móvil, no entiendes nada. Y tendrá razón: no entendemos nada y vamos a remolque. No sabemos en qué momento una tostada de aguacate se ha vuelto interesante (si interesa, es interesante?), no sabemos desde cuando le gusta a tanta gente ni qué tendrá la tostada para estar ahí colgada. Pero la colgamos y le damos al like.
En una conversación, el otro día David Trueba comentaba que las redes y en general la sociedad de consumo han convertido a la gente en importante, que han conseguido que nos sintamos importantes, porque el consumo nos pone en el centro. Y eso explica que cuando hay noticias de impacto, como por ejemplo el incendio de la catedral de Notre Dame, muchos corran a colgar la fotografía de aquellas vacaciones en París, como si al resto le importara algo. En realidad no importa nada, pero lo hacemos porque ahí está el mundo y allí nos ven los otros y allí podemos mostrarnos interesantes, porque ya sabemos que de casa al trabajo y del trabajo a casa hay pocos momentos para la épica. En cambio allí siempre hay sonrisas, allí hay color y vida, aunque no sabemos si inteligente. El filósofo Bernat Dedéu añadía a la conversación que esa vida virtual que tenemos en las redes han cambiado la percepción que tenemos de nosotros mismos. Criticamos que el poder promueva noticias falsas, como si no hubiera nada de falso en el postureo, los filtros y los diez minutos para encontrar el mejor encuadre.
Alguien ha aplastado la bola del mundo y le ha ido dando toquecitos hasta que se ha quedado de forma rectangular y con luz interior, y todo ha cambiado. Habitamos diversos planetas: en Facebook tenemos a los amigos, así que no nos queda otra de ser quienes somos con ellos, en Instagram parecemos un poco más guapos y estupendos, y en Twitter muchos ni usan su nombre real así que ahí sí, ahí sí se pueden desatar todas las filias y tempestades. Ahí sí se puede hacer lo que a uno le da gana, hasta insultar a la cara (y esconder la mano). Tanto, que ya hemos bautizado a una nueva tribu de homínidos, los haters. Los trolls que abocan en las redes toda su mala leche, también porque se sienten importantes.
Y la niña casi chica se ha pasado la mañana allí donde triunfa la tostada, viendo quién sabe qué y hablando con quién sabe quién. Hablando o, para ser más precisos, enviando mensajes o notas de audio o haciendo videollamadas, porque eso de hablar, solo hablar, ya se lleva poco. Pero qué pesada me siento, es que no entiendo nada.