Traidor, delincuente y mártir
Una vez que Salvador Illa ha conseguido ser investido presidente de la Generalitat, la actualidad gira en torno a la aparición y desaparición de Carles Puigdemont en Barcelona. Ya que la presencia del expresident no ha podido frenar la investidura, su gesto ha perdido contenido político y se ha vuelto aparentemente una cuestión policial. El análisis de los efectos de la alianza entre las izquierdas catalanas y españolas se deja para después. Por ahora la sociedad mediática está pendiente de la búsqueda y eventual detención del prófugo, como ha de denominarse a quien huye de la justicia.
Hace ya siete años que el nacionalismo español, de izquierda o de derecha, ve en Puigdemont al traidor por antonomasia. Es una obsesión exagerada, puesto que él nunca ocultó su ideología independentista. Más allá, el hecho de que con su huida a Bélgica haya conseguido internacionalizar el conflicto catalán y mantener más o menos viva la menguante llama del procés impide que nadie en el nacionalismo catalán lo acuse de ningún tipo de traición.
Últimamente, desde las ideologías más conservadoras se ha conseguido que en la mayoría del país se asuma que, si no es un traidor al menos sí que es un delincuente. Cuando, en ausencia de juicio penal, se pregunta a ciudadanos elegidos al azar por los delitos que habría cometido pocos son capaces de señalarlos. Como mucho le achacan organizar un referéndum ilegal o declarar la independencia. La realidad es que el resto de dirigentes independentistas fueron condenados esencialmente por desobedecer, organizar actos de desobediencia civil y por los gastos de promoción del referéndum, nunca aclarados.
Si Carles Puigdemont hubiera cometido estos delitos, con la ley en la mano no podría ser condenado por ello. La sedición ha desaparecido del código penal, luego ya no es delito organizar manifestaciones de desobediencia. El resto, según la ley de amnistía, en vigor desde hace unos meses, no puede ser perseguido.
Si el magistrado instructor del Tribunal Supremo mantiene la orden de búsqueda contra él que ha llevado a diversos cuerpos policiales a buscar su detención es porque el Tribunal Supremo, en un Auto extravagante, mal fundamentado y claramente político decidió no aplicar al expresident la ley de amnistía.
Así que jurídicamente, todo este enredo tiene un punto central: la rebeldía de algunos jueces que, desafiando al Estado de derecho, se han negado a aplicar las leyes. Cuando en 2017 el Gobierno de Mariano Rajoy dejó en manos de los tribunales la represión del amago secesionista, les pasó la responsabilidad de defender la unidad de España, incluso por encima de lo que dijeran las leyes en vigor. Se les asignó la tarea de prohibir y castigar al independentismo sin detenerse en formalismos legales.
Ese encargo venía con el sobreentendido de los plenos poderes. Prácticamente nadie protestó cuando el Tribunal Supremo asumió un asunto para el que no era competente. Ni cuando los jueces usaron la prisión provisional como instrumento de presión y revancha, saltándose todo tipo de normas penales y constitucionales. Tampoco cuando configuraran un nuevo delito de sedición, nunca antes usado y sin sustento en el código penal para castigar duramente la desobediencia civil. La cúpula judicial española ha asumido con entusiasmo la tarea de vengar la osadía del procés. Y no está dispuesta a que la ley o el Estado de derecho le impidan cumplir esa sagrada misión. Por eso se rebeló ante la ley de amnistía, entre los aplausos de muchos españoles. Patriotas que desprecian al parlamento y la democracia.
En un reciente artículo en Newsweek, el periodista norteamericano Raphael Tsavkko pone la decisión del Tribunal Supremo de no aplicar la ley de amnistía como ejemplo de desafío judicial a la soberanía popular y la separación de poderes. Por una vez somos ejemplo para el mundo. Ejemplo de jueces politizados. Cualquier observador imparcial se asusta ante la amenaza que para la democracia suponen algunos de nuestros jueces más importantes.
Frente a ello, el resto de los poderes y la ciudadanía estamos demostrando todo el respeto a las normas y al sistema democrático que les falta a nuestros magistrados. La decisión de no aplicar la ley de amnistía al diputado Puigdemont es uno de los mayores ataques imaginables contra nuestro sistema democrático. Aun así, la única opción real es obedecerla y combatirla por los medios legales. Ningún demócrata puede caer en la tentación de responder con la misma moneda. Por eso, aunque la ley establece claramente que Puigdemont no puede ser acusado de malversación ni, por tanto, detenido no queda más remedio que obedecer la orden judicial. Todos los cuerpos de seguridad están obligados a cumplir en la medida de sus posibilidades con la orden de detención.
En estos momentos, la única solución al conflicto pasa por acatar las decisiones judiciales y combatirlas ante el Tribunal Constitucional. Si la policía detiene al señor Puigdemont, corresponderá al juez instructor del Supremo decidir si acuerda su permanencia en prisión provisional hasta el momento del juicio por malversación. Los acontecimientos de las últimas horas justificarían que lo lo hiciera para combatir el riesgo de fuga. A partir de ahí, cabe recurrir ante el propio Tribunal Supremo, pero sería sin duda inútil. La única opción razonable para que el expresident recuperara la libertad pasaría por la intervención del Tribunal Constitucional, aunque parece inútil esperar de éste ninguna medida cautelar. Sí es imaginable que adopte una decisión que corrija la rebeldía constitucional del Supremo y declare irrazonable el auto por el que éste se niega a aplicar la ley de amnistía, lo que implicaría su puesta en libertad. Entretanto, hay poco que hacer jurídicamente.
En contra de lo que demuestran día a día nuestros jueces, los caminos de la política y los del derecho son diferentes. En Cataluña parece que se recupera el eje izquierda-derecha, sin que tampoco desaparezca del todo el unionista-independentista. En ese esquema Junts está buscando su espacio. Cabe imaginar que el futuro procesal de Carles Puigdemont juegue un papel en ese sentido, esencialmente convirtiendo al prófugo en mártir de un sistema poco democrático. Es una decisión personal y política, porque el margen de acción jurídico es, por el momento, muy escaso.
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