Lo más inquietante no es que Junts no deje de ponerle piedras en el camino a Pedro Sánchez y al Gobierno. Todo indica que no va a llegar la sangre al río y, al menos, que María Jesús Montero conseguirá que se aprueben sus presupuestos. Lo que es de verdad preocupante es la deriva que el partido de Carles Puigdemont ha emprendido en lo relativo a la inmigración. Jordi Turull ha hecho declaraciones que lindan con la xenofobia y que no se diferencian mucho de las que prodigan los dirigentes de Vox.
Algunas opiniones que llegan de Cataluña insisten en subrayar que esas posiciones nacen de la necesidad de Junts de contrarrestar el crecimiento del partido independentista Aliança Catalana en Ripoll y su zona de influencia y de la popularidad de su líder, Sílvia Orriols, alcaldesa de la localidad –gracias a la abstención de Junts– y xenófoba y antiislamista militante.
Pero ese análisis es claramente insuficiente. Primero, porque la beligerancia de Turull y de su partido son demasiado contundentes como para nacer de un problema puntual, aunque el éxito de la citada alcaldesa es un indicio que no debe despreciarse. Segundo, porque la escasa simpatía del mundo de Junts y, antes, de Convergència, hacia la inmigración, viene de lejos, casi desde los orígenes del catalanismo. Hasta hace unos años esa desconfianza se centraba en los inmigrantes procedentes de otras regiones de España, sobre todo del sur.
Que Junts haya puesto asunto tan enjundioso encima de la mesa inoportunamente, sin avisar, cuando negociaba un decreto con el Gobierno, tiene poca importancia en comparación con que la cuestión se haya planteado ya con toda su crudeza. Entre otros motivos, porque la izquierda gobernante no tiene un discurso con el que hacer frente a las posiciones que ha empezado a expresar Junts, más allá de principios genéricos perfectamente válidos y defendibles, pero poco articulados. Sobre todo de cara a un problema tan serio y de tanto impacto popular como es el de la inmigración extranjera en España que en algo más de un cuarto de siglo ha pasado de contingentes de pocas decenas de miles de personas a sumar un total de más de seis millones.
Elaborar una posición bien estructurada y completa y, sobre todo, puesta al día, es una necesidad urgente para la izquierda, la socialista y la más radical. Porque las posiciones genéricas, que algunos califican de “buenistas”, no satisfacen las muchas y crecientes inquietudes que tiene la mayoría de la ciudadanía, y entre ella la de los votantes de izquierda. Porque la inmigración masiva que se ha producido provoca numerosos problemas no sólo para los gestores de la cosa pública sino particularmente para la población que ha de convivir con esas personas. Sabiendo, además, que el proceso va a seguir: algunos estudios cifran en siete millones el número de inmigrantes que serán necesarios en las próximas tres décadas.
Dejar en manos de Vox o de Isabel Díaz Ayuso la toma de posiciones en esos asuntos es poco recomendable. Entre otras cosas, porque el día menos pensado, y si la Iglesia católica lo permite, el PP podría sumarse a la pelea y dejar un tanto descolocada a la izquierda para la que sería muy complicado ir simplemente a la contra sin un discurso nuevo.
No se trata de empezar yendo muy al fondo del problema, cuyas bases son incuestionables. España, como la mayoría de los países europeos avanzados, necesita compensar su baja natalidad con la llegada de trabajadores procedentes de otros continentes y sus familias. No sólo para atender a sus necesidades productivas sino también para rejuvenecer nuestra sociedad.
Y, por su parte, la presión demográfica y el malestar político y social existente, y creciente, en Africa, en Latinoamérica y en Asia llevan a millones de habitantes de esos continentes a buscar un futuro mejor en nuestros lares. Que varios miles de jóvenes africanos hayan muerto ahogados en las aguas del Atlántico y del Mediterráneo cuando trataban de llegar a nuestras costas es un dato que debería acallar de raíz cualquier especulación sobre las intenciones espurias de la inmensa mayoría de los inmigrantes. Vienen aquí porque lo necesitan tan vitalmente como nosotros los necesitamos como país. Como ha ocurrido siempre. Aquí y en todas partes.
La xenofobia, aparte de brutal y peligrosa, es ignorante y estúpida. Lo cual no quiere decir que el Gobierno y los partidos, particularmente los de izquierda, no tengan que esforzarse por encontrar soluciones a los muchos problemas que plantea el tipo de inmigración que recibimos. Problemas de convivencia con las poblaciones locales, de control del crecimiento injustificado del colectivo inmigrante en determinadas poblaciones. Y también de las prácticas abusivas, a veces espantosas, que no pocos empresarios hacen con los trabajadores extranjeros.
La lista de cuestiones es muy larga. Y tampoco se puede decir que no se haya hecho nada al respecto, sino tal vez todo lo contrario, o que las administraciones vivan de espaldas hacia el problema. Pero falta una iniciativa política de altura que, con mensajes contundentes y bien elaborados sobre la base de hechos y proyectos, acabe de forma tajante con el protagonismo que la ultraderecha tiene hoy por hoy en ese debate. Más de uno se ha regodeado con que en España la cosa no haya llegado a los extremos que la inmigración tiene hoy en Francia, en Italia, en el Reino Unido o en Alemania. Pero no hay motivos para que eso no ocurra en pocos años. El ejemplo de Junts es para reflexionar al respecto.