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'Wildlife war'

José Luis Gallego

El corresponsal en África del diario británico The Guardian, David Smith, publicaba la semana pasada una estremecedora crónica sobre el avance de la denominada wildlife war: la guerra contra la fauna que el mundo está perdiendo en África.

Quizá usted no se considere un gran amante de la naturaleza. Es posible que ante las enormes incertidumbres a las que debemos hacer frente sienta escaso interés por la suerte que puedan correr leones, rinocerontes, elefantes o cualquier animal africano. Pero aunque sea así permítame que le comente un tema: buena parte de esos animales, que quizá solo conozca por los documentales de La 2, desaparecerán para siempre antes de fin de siglo.

Las organizaciones conservacionistas alertan que el primero de ellos será el rinoceronte blanco (Ceratotherium simum), uno de los mamíferos terrestres con el registro fósil más antiguo del planeta. Las imágenes de los guardas armados del parque nacional del Kruger custodiando a uno de los últimos ejemplares mientras pastaba en las praderas dieron la vuelta al mundo hace unos meses. Pues bien, un buen amigo de Save the Rhino, una de las asociaciones que lucha con mayor esfuerzo contra la matanza de rinocerontes, me informaba de que incluso ése famoso ejemplar había sido abatido por los furtivos.

En los antiguos tratados de historia natural la población de rinocerontes antes de la colonización del continente africano se cifraba en alrededor de un millón de ejemplares. Según las autoridades medioambientales de Sudáfrica (donde vive el 95% de los rinocerontes africanos) actualmente quedan en torno a 25.000. Solo durante el año pasado, los cazadores furtivos mataron un total de 1.215 rinocerontes en Sudáfrica. 100 ejemplares al mes. Tres animales diarios. Y el ritmo en el 2015 se está acelerando en todo el continente.

Las mafias de la extinción, perfectamente organizadas a nivel internacional, disparan a los rinocerontes incluso en los parques nacionales, tras sobornar a los guardas y comprar el silencio de la población local. El objetivo que persiguen es lucrarse con el comercio ilegal de su famoso cuerno, al que en el mercado negro asiático se le atribuyen propiedades afrodisíacas y curativas. Con el fuerte crecimiento que han experimentado las economías de China y Vietnam (donde la cotización del cuerno de rinoceronte supera a la del oro) la demanda se ha ido multiplicando en los últimos años, por lo que los furtivos no paran de disparar para atender los pedidos.

Para luchar contra esta situación límite, y por iniciativa del príncipe Carlos de Inglaterra, todos los países africanos titulares de las grandes reservas de fauna salvaje (excepto Sudáfrica) suscribieron el año pasado un acuerdo: la Declaración de Londres. Con ello se comprometían ante la comunidad internacional a poner en marcha las medidas necesarias para hacer frente a las mafias del comercio ilegal de marfil y cuernos de rinoceronte. La semana pasada se celebró un encuentro en Kasane (Botswana) para revisar los avances al respecto. Y las conclusiones no han podido ser más desesperanzadoras.

En países como Mozambique, uno de los más pobres del mundo, la mafia de los cazadores furtivos es la principal fuente de ingresos para las comunidades locales y la que mantiene comprada a toda la administración: desde el funcionario local hasta la presidencia. Por eso tienen barra libre para disparar a las especies protegidas dentro de sus reservas, entre ellas el famoso Parque Nacional Limpopo, desde el que se adentran en el limítrofe Kruger.

Ahí está la clave para iniciar una contraofensiva contra las mafias del cuerno y el marfil (en 2013 fueron abatidos 10.000 elefantes en Tanzania) que se han adueñado de la vida salvaje en África: poner a las administraciones y los habitantes de las aldeas de parte de los animales y endurecer las penas imponiendo castigos ejemplares a los furtivos. Algo que, como señala el corresponsal del Guardian en su crónica, no va a ser nada fácil.

Las organizaciones de defensa de la naturaleza y lucha contra el tráfico de especies, como WWF, CITES o Traffic llevan años demostrando a los gobiernos locales la alta rentabilidad que genera el mantenimiento de la vida salvaje y su conservación en el interior de los parques. Pero las administraciones y los estamentos judiciales de esos países están carcomidas por la corrupción, atendiendo tan solo a su lucro personal y sin interesarles lo más mínimo ni la economía nacional ni mucho menos la conservación de la naturaleza.

Está demostrado que un elefante vivo puede rendir beneficios por un millón de dólares como reclamo turístico a lo largo de su vida, mientras que su muerte apenas reporta unos cientos a la comunidad local. El problema es que el dinero de las mafias es el único que llega a las aldeas, pues las aportaciones internacionales que recibe el estado para fomentar el desarrollo local van a parar a las cuentas de los políticos en el extranjero. Por eso, si queremos salvar al elefante o al rinoceronte, debemos luchar contra la pobreza.

Wildlife war. Ojalá este concepto triunfe, porque resume fielmente lo que está ocurriendo en las grandes reservas africanas de vida salvaje. Unos paraísos naturales que están siendo sometidos al mayor expolio de la historia por parte de las mafias del tráfico ilegal de especies en peligro de extinción. Grupos paramilitares que se han adueñado de la vida en la sabana, que mueven una economía infinitamente superior a la de los países donde operan y que ahora, aprovechando que el mundo mira a otra parte, se disponen a lanzar su ataque final: el que nos va a dejar sin los animales más espectaculares del planeta.

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