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Escribir para jugarse la vida
Leo con estupor la noticia del apuñalamiento a Salman Rushdie. Estaba amenazado de muerte desde la publicación de Los versos satánicos (1989). Pienso en Roberto Saviano, que vive con escolta desde que escarbó los engranajes de la mafia en Gomorra (2006). En Michel Houellebecq, llevado a juicio por supuesta «incitación al odio religioso» (del que fue absuelto) y obligado a presentar sus libros entre fuertes medidas de seguridad. En Svetlana Alexiévich, Sergio Ramírez, Lydia Cacho y tantos escritores exiliados. Todo esto, sin salir del siglo XXI.
Siempre he pensado que, si no hay más polémicas en torno a los libros y la literatura, es porque se lee poco. Tuits, canciones, escenas de películas se convierten en el centro de la diana, reciben atención de quienes deberían ocuparse de lo realmente importante y, en el peor de los casos, hacen desperdiciar tiempo, energía y recursos al sistema judicial. Si quienes viven de la búsqueda (o más bien invención) de ofensas leyeran libros, muchos más autores de todo el planeta ya estarían empapelados. Porque no hay mejor forma de retratar, analizar y cuestionar una sociedad, una cultura, que un buen libro, de ficción o no. A veces, hasta se convierte en arte. Una novela radiografía la violencia, el racismo, el machismo, los abusos, las relaciones de poder. Recupera lo ignorado, lo silenciado. Da voz a quienes no gritan. La ficción, en ocasiones, nos pone en puntos de vista que resultan «incómodos». De eso se trata, de remover algo, a alguien.
Pienso también en Almudena Grandes. En la incapacidad de ciertos políticos de separar la obra de las ideas del autor. Y aún voy más allá: de no saber, o no querer, reconocer la calidad de una creación literaria con independencia del pensamiento que se entrevé en el texto. Esto último no es exclusivo de los gañanes de la ultraderecha: la lectura purista, la interpretación demasiado literal, es un peligro en todos los ámbitos. Un autor debe tener la libertad de ponerse en la piel de un criminal, de desentrañar tramas turbias, de narrar situaciones controvertidas e inventar personajes «políticamente incorrectos» sin poner en peligro su integridad física por ello. Por mucho que molesten, son solo palabras.
Los escritores no han venido a repetir discursos huecos, sino a crear. A tratar de mirar el mundo con mirada crítica. Y a hacer disfrutar, a conmover. Aquello de «jugarse la vida» con la literatura no debería ser más que una metáfora de un romántico intenso. Pero hay quien ha perdido el sentido figurado.
Leo con estupor la noticia del apuñalamiento a Salman Rushdie. Estaba amenazado de muerte desde la publicación de Los versos satánicos (1989). Pienso en Roberto Saviano, que vive con escolta desde que escarbó los engranajes de la mafia en Gomorra (2006). En Michel Houellebecq, llevado a juicio por supuesta «incitación al odio religioso» (del que fue absuelto) y obligado a presentar sus libros entre fuertes medidas de seguridad. En Svetlana Alexiévich, Sergio Ramírez, Lydia Cacho y tantos escritores exiliados. Todo esto, sin salir del siglo XXI.
Siempre he pensado que, si no hay más polémicas en torno a los libros y la literatura, es porque se lee poco. Tuits, canciones, escenas de películas se convierten en el centro de la diana, reciben atención de quienes deberían ocuparse de lo realmente importante y, en el peor de los casos, hacen desperdiciar tiempo, energía y recursos al sistema judicial. Si quienes viven de la búsqueda (o más bien invención) de ofensas leyeran libros, muchos más autores de todo el planeta ya estarían empapelados. Porque no hay mejor forma de retratar, analizar y cuestionar una sociedad, una cultura, que un buen libro, de ficción o no. A veces, hasta se convierte en arte. Una novela radiografía la violencia, el racismo, el machismo, los abusos, las relaciones de poder. Recupera lo ignorado, lo silenciado. Da voz a quienes no gritan. La ficción, en ocasiones, nos pone en puntos de vista que resultan «incómodos». De eso se trata, de remover algo, a alguien.