Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.
El modelo clásico que solemos utilizar para analizar elecciones, que asume una masa de votantes con fuertes y estables afiliaciones partidistas, está cada vez más en entredicho
Esto nos dificulta analizar electorados que en la actualidad están más fragmentados, son más volátiles y más regionalizados
En los últimos tiempos, las elecciones parecen llenas de sobresaltos. Algunas producen sorpresas, como el Brexit y Trump. Otras nos tienen en vilo sin que al final confirmen las sorpresas, como en Francia o en Países Bajos. Pero esa sensación de predictibilidad de las elecciones y la seguridad que teníamos sobre sus coordenadas parece que se ha difuminado.
Las explicaciones son múltiples, pero creo que muchas de ellas las podemos resumir en que algunos de los fundamentos que tradicionalmente teníamos como sólidos para analizar las elecciones se han erosionado. Simplificando mucho, el modelo típico de elecciones sería una combinación de voto ideológico/partidista y rendición de cuentas. Por un lado, una parte de los votantes (llamémosles fieles o partidistas) tendrían vínculos fuertes con los partidos políticos y votarían por ellos con una propensión muy alta (a lo máximo que llegarían es a desmovilizarse y abstenerse). Este grupo de electores sería muy importante porque aportaría estabilidad al escenario electoral. Esto permite a los partidos políticos tomar, en ocasiones, decisiones arriesgadas, porque saben que tienen un colchón electoral en caso de que las cosas no salgan bien.
Por otro lado, existiría un grupo de votantes sin afiliaciones partidistas (llamémosles oscilantes o, sencillamente, no partidistas) que suelen decidir las elecciones y que su comportamiento está motivado por la evaluación retrospectiva del gobierno. Estos votantes son fundamentales para incentivar a los gobiernos para conseguir buenos resultados económicos e incrementar el bienestar y, de ese modo, poder ser reelegidos.
Esto no deja de ser un modelo simplificador (y como tal, no pretende describir con precisión el comportamiento de cada individuo en la sociedad). Pero es nuestro marco de referencia fundamental y sigue siendo, diría, el punto de partida instintivo desde el que frecuentemente analizamos las elecciones los politólogos y también los medios. El problema es que este modelo cada vez describe peor cómo votamos en las elecciones contemporáneas, lo que nos genera nuevas incertidumbres.
En este artículo quisiera centrarme en la primera parte del argumento sobre la fidelidad y predictibilidad de una parte importante del electorado. En un futuro post me encargaré de analizar hasta qué punto la economía tal vez hoy sea menos importante para predecir resultados electorales y por qué ocurre esto.
Como decía, la idea de que existen votantes con una fuerte identificación con los partidos a los que consideran agentes de sus intereses cada vez refleja peor el electorado actual. En su estudio fundacional de 1967, Lipset y Rokkan describían cómo acontecimientos históricos, como la Revolución Industrial o la Reforma de Lutero, dejaron su legado social en la forma de fracturas sociales (llamadas clivajes). Estos clivajes o fracturas serían divisiones sociales profundas que definen intereses antagónicos (por ejemplo, los de capitalistas y trabajadores) y que son la base de identidades colectivas y organizaciones políticas y sociales que reproducen y refuerzan esas divisiones. Desde esta perspectiva, todo ciudadano pertenecería, según su perfil sociodemográfico y económico, a uno (o varios grupos) que definirían sus intereses políticos. Como consecuencia, toda la competición electoral se construiría sobre estas fracturas sociales.
Esta perspectiva, que nos ayuda muy bien a entender el surgimiento histórico de los partidos y el comportamiento electoral durante décadas hoy tiene menos poder predictivo. La mayoría de los estudios empíricos llevan tiempo mostrando que la relación tradicional entre el perfil sociodemográfico de los ciudadanos y su voto se ha debilitado (sobre todo en relación al voto de clase) y que el voto partidista está decayendo.
Este debilitamiento de las afiliaciones partidistas se manifiesta de múltiples maneras. En primer lugar, una parte de la historia puede ser el surgimiento de nuevos clivajes que convierte a las sociedades en conglomerados más complejos y que pueden definir intereses contradictorios para los ciudadanos. Aunque no es nada novedoso, en los últimos tiempos venimos hablando mucho del antagonismo entre defensores de la globalización y los perdedores de la misma como una nueva fractura que corta transversalmente la fractura izquierda-derecha tradicional.
En los 70 y 80 también hablamos de la fractura entre postmaterialismo y materialismo (ver aquí). No nos es ajeno en España que, al igual que en otros países, la fractura regional también se ha convertido en un clivaje importante. Además del surgimiento de nuevas fracturas, la mayor diversificación de intereses en las sociedades también hace que surjan partidos que compiten en un único tema (issue). Con todo esto, la competición electoral parece más difícil hoy de encapsular en el eje izquierda-derecha, por mucho que este siga siendo la dimensión predominante. Todo esto conduce a sistemas de partidos más fragmentados.
Por otro lado, no es solo una cuestión de mayor diversidad de intereses que producen escenarios electorales más fragmentados, sino también menos predecibles. El debilitamiento de la identificación entre características sociodemográficas y voto convierte a los votantes en menos leales que en el pasado. Numerosos estudios en las últimas dos décadas, como los de Dalton (aquí y aquí) o Norris (aquí), han documentado cómo las nuevas generaciones tienen menores niveles de afiliación partidista y, con ello, son más capaces de variar su voto (y de buscar maneras alternativas de participar en politica). Esto, llevándolo al terreno nacional, es desde mi punto de vista una de las razones por las que los partidos han sido tremendamente estratégicos en el período en que España no tenía gobierno. La volatilidad incrementa la aversión al riesgo de los partidos porque saben que se juegan mucho si dan un paso en falso.
La volatilidad no solo supone que los partidos estén expuestos a que sus votantes se vayan a otros partidos más fácilmente. El debilitamiento de las identidades partidistas también hace al voto más volátil entre regiones (lo que también se explica con el surgimiento del clivaje territorial, mencionado más arriba). Es decir, lo que hace a un partido ganar votos en un territorio le puede hacer perder votos en otro con mayor probabilidad. La ruptura de los vínculos de afiliación partidista pone más difícil a los partidos crear coaliciones electorales exitosas en todo el ámbito nacional. La mayor diversidad de intereses, que a su vez varían entre regiones, convierte a los partidos en entidades más frágiles mermados en su capacidad de agregar una serie de intereses en una plataforma nacional atractiva para el conjunto del país.
Las consecuencias de todo es que hoy, a diferencia de esos electorados estables con altos niveles de fidelidad y clivajes asentados que describíamos al principio, tenemos escenarios políticos más fragmentados, menos estables e, incluso, más regionalizados.
Lo podemos observar en los siguientes gráficos. El primero recoge el número efectivo de partidos en las democracias del Europa Occidental. Cada punto recoge la media del número efectivo de partidos resultante en las elecciones que hay habido de ese año. Como se puede comprobar, la fragmentación de los electorados ha estado en ascenso los últimos 30 años. La fragmentación actual se encuentra en máximos históricos. Nunca antes habíamos tenido sistemas de partidos tan fragmentados.
Grafico 1
El gráfico 2 muestra el grado de volatilidad medio de las elecciones del gráfico anterior, medido con el Índice de Pedersen. Básicamente el índice agrega las ganancias y pérdidas netas de apoyo electoral de todos los partidos de una elección a otra. Cuando el índice es más alto, la volatilidad es mayor. Podemos pensar en el índice como la medición de cuánto podemos predecir el resultado de unas elecciones si nos fijamos en el resultado que cada partido obtuvo en las elecciones anteriores. Cuando sus valores son altos, mayores son los cambios entre elecciones. Como podemos comprobar, este índice tiene una senda de aumento en las últimas décadas mostrando una menor predictibilidad de los resultados electorales.
Grafico 2
Por último, el gráfico 3 muestra el nivel de nacionalización de los sistemas de partidos. Por nacionalización del sistema de partidos entendemos el grado en que los partidos tienen distribuciones de voto que son parecidas en todas las regiones. Cuando la nacionalización es alta, significa que existen partidos fuertes de ámbito estatal que son igualmente de exitosos en todo el país. Cuando la nacionalización es baja, significa que el voto varía entre regiones. El gráfico muestra que esto es cada vez más lo que ocurre. Utilizando el índice propuesto por Bochsler (y calculando la media de cada año con datos de más de 100 países), podemos comprobar que los sistemas de partidos cada vez son más regionalizados y que esta tendencia se ha acelerado recientemente.
Grafico 3
Estos son solo algunos de los cambios que los sistemas políticos contemporáneos están experimentando. Podemos pensar en otros. Pero creo que son relevantes porque inciden directamente sobre la visión tradicional de gran parte del electorado como predecible, fiel a los partidos y fácilmente abarcable en una o dos grandes dimensiones de competición. Lo que nos queda es aceptar que las elecciones contemporáneas son más complejas de predecir, contienen más sorpresas y, sobre todo, ir refinando nuestro entendimiento de esta nueva era electoral.
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