En su interesante entrada, Marta Romero recordaba que casi todos los indicadores señalan un preocupante aumento de la pobreza en España durante los últimos meses y se preguntaba cómo es posible que la pobreza, que se ha convertido “casi en una situación de emergencia social”, no sea una prioridad para los políticos españoles. Por ejemplo, mientras los parlamentarios han creado dos subcomisiones para analizar los problemas del sector financiero, no han creado ninguna para idear planes de acción contra la pobreza.
Una respuesta sencilla sería la usual estos días: acusar a la clase política española de estar desconectada de los problemas reales de los españoles. Sin embargo, creo que los políticos españoles sí están respondiendo a los intereses de los votantes. Como mínimo, a los intereses de unos votantes que, si bien no alcanzan a formar la “mayoría silenciosa” de la que habla Rajoy, sí que representan una minoría cuantitativamente bastante grande y cualitativamente muy interesante para los políticos, pues no sólo votan con asiduidad, sino que pueden ejercer cierta influencia sobre círculos familiares y de amigos, donde suelen ocupar posiciones de centralidad. Son, además, la “clase social” (y lo entrecomillo consciente de los problemas de usar este término) o el estrato del que directamente proceden un gran número de nuestros diputados, si echamos un vistazo rápido a sus declaraciones de bienes.
¿Quiénes forman esa “(gran) minoría silenciosa”? Por una parte, son los propietarios que, gracias al boom inmobiliario, han adquirido una segunda (o tercera o cuarta...) residencia, cuyo alquiler ha sido y sigue siendo una fuente no desdeñable de ingresos; y son también los “no tan pequeños” ahorradores que se han convertido en los miles de accionistas de nuestras entidades bancarias en apuros. En otras palabras, los ganadores en la lotería de la burbuja y que, a grandes rasgos, siguen conservando la mayor parte del dinero (si no todo) ganado en los años de la exuberancia inmobiliaria. Como el Gordo de Navidad, el premio de esta lotería inmobiliaria ha sido muy repartido en nuestro país, enriqueciendo a unos pocos muchísimo, pero a muchos bastante. En cierto sentido, grandes franjas de la población española, con cualificaciones educativas e ingresos medios (y que en otros países de nuestro entorno vivirían de alquiler o con una única propiedad), dieron un salto cualitativo en su nivel de vida gracias a la inversión inmobiliaria y derivados.
De forma similar a lo que hicieron gobiernos de otros países en situaciones similares, el nuestro podría haber hecho pagar a estos ganadores una parte significativa de los costes de la explosión de la burbuja. Por ejemplo, dejando que cayeran los bancos y cajas malas. Obviamente, mucho mejor si se les hubiera dejado caer cuando eran relativamente pequeños que no ahora cuando, como resultado de las fusiones bancarias, sus caídas pueden producir daños más sistémicos. En todo caso, todavía se les puede dejar caer o, mejor dicho, medio caer; es decir, que sus propietarios sufran pérdidas sustanciales. Pero no. El gobierno – ni el PSOE que, a esto, no se ha opuesto – no va a permitir que pierdan nada o casi nada. La ayuda negociada en Bruselas este pasado verano, que podría alcanzar hasta los 100,000 millones, va destinada precisamente a evitar esas pérdidas.
Las voces críticas a este rescate señalan que sólo sirve para salvar al sector financiero o a los “banqueros”; o para satisfacer las demandas de Merkel y de los tecnócratas sin escrúpulos de Frankfurt o Bruselas. Pero no es ni de los poderosos banqueros ni de los gobernantes foráneos de quien depende Rajoy. Lo que determina crucialmente sus posibilidades de conservar el poder es satisfacer – o, como mínimo, no enfurecer en demasía – a grupos de votantes que el gobierno considera críticos o pivotales.
El gobierno ha priorizado. Ha elegido utilizar la presión en Bruselas para salvar los intereses de esa poderosa minoría de propietarios-accionistas en lugar de, por ejemplo, pedir un rescate que permitiera extender ayudas sociales de emergencia para los colectivos más vulnerables, como los parados de larga duración sin ingresos o el 23% de niños que viven por debajo del umbral de la pobreza en España. No conozco tecnócrata en institución internacional alguna que sea tan frío de corazón como para no aceptar un rescate en el que, junto con recortes severos (en pensiones, sueldos públicos, organismos y administraciones públicas), aumentos de impuestos (directos e indirectos) y un castigo severo para los accionistas de instituciones financieras en problemas, se incluyera, además, un paquete de ayudas sociales de emergencia para los grupos más vulnerables.
Para mí, esto es una clara prioridad política. Detrás de esos cien mil millones no está sólo el interés general de España (que también; eso esperamos). Detrás hay unos intereses privados que serán protegidos, a expensas, necesariamente de los de otros ciudadanos – los más vulnerables. De la misma manera que los cien mil hijos de San Luis no llegaron de Europa en 1823 para “rescatar” España, sino a los intereses particulares más conservadores, los cien mil millones de euros no son para salvar a España del abismo (al menos, no sólo), sino a los intereses concretos de unos votantes que se entienden como esenciales para ganar las próximas elecciones.