Hoy hace dos años que los indignados salieron a la calle por primera vez. Antes de su irrupción, el que habría de convertirse en el movimiento 15-M sumó fuerzas en meses de rodaje por redes digitales: blogs y grupos de discusión abrieron un espacio para el diálogo, la difusión de propuestas, y la formación de alianzas con iniciativas previas, por ejemplo el grupo No Les Votes, creado para protestar contra la ley Sinde. La idea de movilizarse contra la corrupción y los recortes resonó en muchos ciudadanos que, sumados a los cientos de organizaciones cívicas que apoyaron la iniciativa, acabaron dando forma a la plataforma Democracia Real Ya – el todo que se convertía en algo más que la suma de las partes, el gigante sin cabeza visible.
A falta de una organización centralizando la logística, el movimiento empuñó el eslogan “nos vemos en las redes” para avivar las ganas de protesta a través de Facebook y Twitter. Las redes digitales se convirtieron así en la clave del movimiento, y en su metáfora: el 15-M hizo uso de esas redes para crecer y generar ímpetu y – no habiendo etiquetas capaces de capturar su diversidad y modo de funcionamiento – acabó identificándose con ellas. Los indignados se habían convertido en un movimiento en red, basado en modos de comunicación que le permitían ser más flexible y fluido que estructuras organizativas tradicionales.
El domingo pasado, miles de personas salieron a la calle para marcar el segundo aniversario del movimiento. A pesar de que los agravios se han acentuado, el 15-M no ha crecido y su estructura se ha fragmentado: ahora tienen más peso las organizaciones locales y de barrio que tomaron el relevo de las acampadas para especializarse en causas particulares; y otros grupos, como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, han adquirido mayor protagonismo a nivel estatal. Estas organizaciones tienen más que ver con estructuras tradicionales de activismo político que con las redes fluidas que emergen en línea. El activismo cansa, y cuando las redes dejan de pulsar pierden su efecto llamada. A pesar de toda su fluidez y flexibilidad, han sido incapaces de mantener al gigante en pie.
A la luz de lo acontecido – no solo en España, sino también en Egipto tras la revolución, o en Estados Unidos con un movimiento Occupy en hibernación – cuesta negar que se equivocaran quienes dotaron a Twitter de poder revolucionario. Pero también se equivocan quienes sugieren que las redes digitales no han supuesto un cambio substancial en la forma de movilizar a la gente y en auto-organizar colectivos. Lo interesante – y difícil – es desentrañar por qué.
Existen unos cuantos mitos acerca de cómo funcionan las redes sociales, en parte por el uso metafórico que a menudo se ha hecho de ellas.
Mito 1: en las redes sociales no hay jerarquías. No es cierto que las redes que emergen en Facebook o en Twitter sean estructuras horizontales donde las jerarquías no determinan el flujo de información o el funcionamiento de las dinámicas colectivas. En realidad, las redes digitales son estructuras altamente centralizadas, donde la mayoría del contenido es producido y consumido por una minoría de usuarios. Este grupo pequeño de nodos conectores son los que mantienen la red ensamblada en una estructura única, quienes evitan que esté fragmentada en islas separadas y quienes crean los canales por los que la información puede ser difundida a escala global. Como la red no tiene autoridad central, y depende de las muchas decisiones individuales de formar o no conexiones con otros individuos, esta estructura emerge de forma espontánea – pero esto no la hace ser menos aristocrática en su forma de operar.
La centralización de conexiones y actividad en unos pocos nodos hace que las redes digitales sean muy eficientes – si asumimos que mantener cada conexión requiere tiempo y esfuerzo, esta estructura maximiza la conectividad al tiempo que reduce los costes de mantenimiento. Sin embargo, también añade fragilidad a los movimientos en red. Si la minoría de nodos altamente conectados dejan de ser activos, el impacto en la conectividad global puede ser substancial: la red dejará de ser una estructura única y se romperá en componentes separados, creando brechas a través de las cuales no podrá circular la información. De nuevo, en la medida en que estas redes son estructuras descentralizadas, es difícil tener un plan de contingencia para reemplazar a un nodo que falla por otro. Las mismas características que hacen de estas redes estructuras eficientes también las hace ser quebradizas, sobretodo en un contexto de protesta política donde el desgaste es mayor.
Mito 2: las redes sociales favorecen la difusión viral. Otro de los mitos que se han construido en torno a las redes digitales es que son propicias a la difusión viral de contenidos. Su estructura jerárquica las hace ser eficientes, sí, pero la decisión de pasar información y contribuir a una posible reacción en cadena aún depende de las personas que forman esa red – y en la mayor parte de los casos decidimos no contribuir a la cadena. Los resultados de varios trabajos de investigación sobre dinámicas de difusión en redes ofrecen evidencia consistente de que la mayor parte de los mensajes que se publican mueren en el vecindario inmediato de la persona que lo publicó. Ya sea por sobrecarga de información, por falta de interés, o por falta de estímulos, no somos muy dados a pasar información (a re-twittear, a compartir enlaces), ni siquiera en el contexto efervescente de una protesta política. Los casos que rompen esta regularidad son llamativos, y atraen titulares, pero son la excepción, no la regla.
Las nuevas tecnologías mejoran la eficiencia de nuestros sistemas de comunicación pero no cambian las motivaciones, que siguen siendo las mismas y – lamentablemente para nuestra suerte – no muy afines a la política. Lo que esas tecnologías sí han cambiado es el tiempo de reacción a información nueva. La tecnología móvil nos permite estar al tanto de lo que hacen familiares, amigos y conocidos casi a tiempo real; y nos convierten en sensores en constante procesamiento de información local: las noticias a menudo se difunden por redes sociales mucho antes que por las vías informativas tradicionales. Eso acelera nuestro tiempo de respuesta que, a su vez, acelera la acumulación de reacciones, ya sea para crear más información (en forma de picos inesperados en volúmenes de mensajes) o en forma de acciones simultaneas (como ir a una protesta). Muchas movilizaciones políticas son hoy efímeras precisamente por este desplazamiento en la distribución de los tiempos de respuesta: los ciudadanos son hoy capaces de replegarse con la misma rapidez con la que se desplegaron, a una escala que antaño hubieran requerido un mayor tiempo de cocción.
A tiempo pasado, es fácil reconstruir los hechos que condujeron a una gran protesta. Pero cuando se trata de entender cómo redes de comunicación complejas median el proceso, la alineación de circunstancias (o la contingencia histórica) juegan un papel fundamental: un pequeño cambio en las condiciones iniciales puede alterar drásticamente toda la dinámica del sistema – y hacer que una protesta explote o por el contrario caiga como cohete mojado. Las grandes movilizaciones políticas son la excepción, no la norma – su poder político deriva, precisamente, de su carácter excepcional. A pesar de que el 15-M sigue vivo, ha sido incapaz de reavivar la llama en las redes, y movilizar a toda la gente que se animó a participar en la primera convocatoria. Hay muchas razones que pueden explicar esta falta de continuidad, pero en lo que se refiere al papel que juegan las nuevas tecnologías: si las redes perdieron fuelle es porque son estructuras difíciles de gobernar, para bien y para mal.
Sandra González Bailon es profesora en el Oxford Internet Institute,Oxford Internet Institute Universidad de Oxford