Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.
Fordismo familiar
Hace un tiempo, haciendo un reportaje sobre feminismo sindicalista, escribí a Jule Goikoetxea para hacerle unas preguntas. Me respondió con un audio de una media hora que era una clase magistral. Creo que si lee esto le dará pudor, porque en su día me advirtió de la chapa que me había metido. Pero para nada. Era una lección sobre el papel que tienen las mujeres en la cadena de producción. Perdí el audio, pero me quedé, entre otras, con esta frase: “Las feministas materialistas reconceptualizamos la producción para hablar de producción de sujetos, las mujeres producen hombres y mujeres modernos, y eso las construye como clase social. Es la producción biopolítica que las feministas decoloniales también han estudiado mucho, cómo se producen los sujetos modernos occidentales”.
Esta producción de sujetos se hace, en la actualidad y al menos en occidente, de acuerdo con un modelo productivo, a saber, el de construir sujetos que trabajan, que producen. Y también de acuerdo al género, clase y raza. Se crean sujetos con determinados rasgos, masculinos o femeninos, y otras tantas normas sociales que nos configuran de acuerdo con lo que se espera de nosotras.
En el libro El tecnofeminismo (creo que he contado esta anécdota cien veces, pero es muy ilustrativa), la socióloga Judy Wajcman ilustra con el ejemplo del microondas cómo se configuran las tecnologías. El microondas fue un aparato ideado por hombres para preparar los alimentos de los submarinos de la marina estadounidense. Al lanzarlo al mercado doméstico se hizo pensando en hombres solteros y se colocaron junto a los televisores y lo que llamaríamos tecnología de gama alta, o hightech, depende de si estamos más o menos con el Falcó subido o no.
Me imagino esos microondas como aparatos sobrios de líneas rectas y unos mandos que recuerdan a los de un coche. Algo similar a los anuncios de afeitado para ellos, donde las cuchillas se agarran a la piel como las ruedas de un Audi a la carretera, para un “apurado perfecto y sin irritaciones con Precision System 6”, lo cual debe ser muy distinto a esa “piel suave sin dolor ni pringues” que luce una chica venus. El caso es que, tuvieran la idea que tuvieran quienes lanzaron los microondas al mercado, fueron las mujeres que trabajaban fuera y dentro del hogar quienes tuvieron la osadía de comprar un producto de gama alta tecnológica para poder cocinar rapidito y alimentar a la prole en el tiempo mínimo. Y entonces el microondas pasó a estar en la sección de electrodomésticos y a entrar en el tipo de maquinaria del sector del trabajo del hogar. La reflexión de Wajcman es que la tecnología, aunque haya sido creada por hombres blancos y lo que siga, no se termina con el primer prototipo, sino que se va configurando a medida de quienes la usan. El mercado adapta esa tecnología para venderla, claro. Y ahí es donde las mujeres han intervenido, también, en el desarrollo tecnológico en las sociedades modernas.
Con la producción de personas me imagino un poco lo mismo. Las mujeres se ponen a crear sujetos modernos, como dice Goikoetxea, para que puedan producir, y claro, ahí entra toda la mierda, porque la burocracia y complicación del sistema acaban convirtiendo el microondas en combi con horno, grill y limpieza pirolítica.
Para que los hombres sean buenos directivos, obreros, etcétera, deben tener claro su género y su clase. Ya sé que esto no es matemática, porque hay hijos de obrero de la construcción que acaban siendo peluqueros o vistiendo a diario trajes de Zara para ir en metro a trabajar sus 15 horas diarias a una consultora multinacional. También hijas de trabajadoras del hogar que exponen obras en galerías independientes o son programadoras en una gran empresa. Pero este tipo de lógicas de cambio dentro de las familias, esto que toda familia obrera quiere para su prole -que vivan mejor y con trabajos menos duros-, son lógicas disruptivas que al capitalismo no le encantan. Le gustan como modelo aspiracional para que te dejes la vida en el trabajo pero, ya sabemos que, si las aspiraciones de la clase obrera se cumplieran, los números de la clase alta no darían.
Y por eso a esta clase no le gusta mucho lo disruptivo. Su modelo de producción de sujetos es más bien de un fordismo familiar férreo que lleva a la reproducción en serie de los mismos modelos dentro de las mismas familias por generaciones. Los clanes de apellidos compuestos y con guiones son un ejemplo. Las herencias son la forma de perpetuidad, y no digamos las empresas familiares o, más aún, los títulos nobiliarios. Las familias basadas en sagas profesionales también, aunque vayan un pasito por detrás de los amancios y las preyslers. Medicina, abogacía, arquitectura, política y cosas así son profesiones de familia. De clanes. Pero cuando se lanza al mercado esta idea, pasa como con el microondas, que el uso que se hace de estas personas va configurando y perfeccionando el prototipo de sujeto a producir. Y, como las mujeres son las que producen esos sujetos, acaban apropiándose de esa producción como del microondas. Y pasa también que, entonces, las mater familia de sagas fordistas se ven acoplándose como pueden para que la cadena siga funcionando, porque es su deber. Eso sí, muchas veces la producción no está del todo bajo su mano: hay cuidadoras, internas, trabajadoras del hogar que quizá puedan meter baza en esto de la crianza. Pero son las mater familias las que velan por que continúe la serie.
Me baso en varias historias reales -de terror-. Las cábalas de una madre de familia numerosa actual, en la treintena y viviendo en Madrid, para conseguir que a sus hijos e hijas les aceptaran en el mismo colegio con caché en el que había estudiado su marido, el padre de las criaturas, y antes que él el padre de este. Había que rascar puntos por aquí y por allá basándose en aparcar el coche tres veces por semana en una calle situada en el perímetro de no más de 200 metros del centro, hacer la compra en al menos tres tiendas del barrio y vivir a no más de un kilómetro. Estoy exagerando, sí, pero los logaritmos que esa mujer tenía que resolver para poder continuar fabricando el mismo prototipo una y otra vez no los resolvía ni ningún electrodoméstico diseñado para facilitar el trabajo del hogar. Otro ejemplo: padre de familia, político y arquitecto. Que las niñas no le salieran por la rama de la construcción le dio más igual -al fin y al cabo, eran chicas y se dedicaron a la comunicación-, pero que no votaran al mismo partido que la familia era una traición, y así lo dejó claro la madre. Aquello introducía un eslabón roto de la cadena que estropeaba toda la producción fordista de aquella familia. Y no digamos ya que te salga un hijo maricón, y si encima eres del opus muy opus o del yunque o sucedáneos, el acabóse. O que la niña se corte el pelo “a lo chico” o se tatúe algo. Algo tan simple puede servir, a veces, para dar un disgusto a una familia fordista y hacer saltar por los aires la producción. Y junta las rodillas al sentarte, niña, y ponte la camisa por dentro del pantalón, chaval, y no digas palabrotas ni gesticules tanto, bonita; y no seas tan amanerado, niño. Y todos los detalles y frustraciones, anhelos y expectativas que se nos puedan ocurrir.
En las pelis yankis el fordismo familiar lo ilustra muy bien la obsesión por que los hijos e hijas vayan a la misma universidad que el padre/madre, de la Ivy League, claro, porque si no para qué. Universidades privadas de entre las mejores del mundo, según aseguran los rankings del imperialismo. La obsesión se puede trasladar incluso a que se enrolen en la misma fraternidad o sororidad que sus progenitores, donde pasarán los mismos ritos de iniciación y aprenderán los mismos códigos perennes.
El objetivo es claro: es necesario que esas personas perpetúen las relaciones y los contactos que interesan. Hay que mantener el estatus. Y más allá, si la niña tiene que tocar el piano y hacer ballé y hablar inglés, y el niño a la hípica y al barco y al club de golf que ya se tomará un whisky si no se le da bien el palo, pues se fuerza y punto. Mi compañera Tamia Quima, que tiene una mentalidad más empresarial que yo porque para eso existe la especialización del trabajo, me dice que le gusta el concepto porque el fordismo reduce los tiempos de producción de una empresa, y también los de producción de una persona -añadiría yo- porque así no tienes que plantearte entender mucho a tu hija: tu hija es como tú, ya está. Pero al mismo tiempo, dice Quima, implica que la sociedad se cree a base de familias iguales, ancladas a los mismos pensamientos y con los mismos valores perpetuándose, bloqueando la diversidad y el debate: “En las redes sociales, por ejemplo, nos están vendiendo esa idea: familias en serie, la mujer perfecta que es madre, va a misa y tiene un buen marido”. Y de ahí que las presiones de la clase alta por perpetuarse estén contrapuestas a la aspiración de la clase obrera por mejorar. Unas veces lo hace imitando los patrones del sujeto producido por el fordismo, práctica que no suele tener mucho recorrido más allá de vestir como el enemigo, pero de Inditex. Otras veces, el camino para lograrlo es con conciencia de clase, reivindicaciones en favor de lo público y lucha sindical.
En el último anuario en papel de Pikara Magazine hemos tratado, entre otras cosas, el tema de las familias como concepto amplio: desde el concepto de familia elegida que viene de los movimientos LGTBIQ+ hasta los roles misóginos en los que se ha encajado, por ejemplo, a madrastras y suegras. Porque si hay algo que las feministas queremos romper es el fordismo familiar. Porque oprime, encasillándonos en roles que casi nunca nos encajan. Queremos familias disruptivas, pero peleamos contra sagas de familias numerosas. Aun así, somos más.
Sobre este blog
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