Diccionario de neolengua: sobre el uso políticamente manipulador del lenguaje
Si alguien aduce que neolenguas hay muchas, habrá que aceptarlo de buen grado. Saltará pronto a la vista, con todo, que la que en estas páginas nos interesa es la más vulgar de las neolenguas, aquella que, de carácter políticamente manipulador, y no sórdidamente tecnocrático, obedece a un objetivo preciso: el de evitar que comprendamos lo que ocurre por detrás de las palabras ocultadoras que emplea o, al menos, el de conseguir que percibamos los hechos con lentes llamativamente distorsionadoras. En la trastienda se ha impuesto la certeza de que las grandes mentiras son mucho más fáciles de imponer que las mentirijillas.
Bueno será, aun así, que no dejamos de lado rápidamente las neolenguas tecnocráticas, cuya condición resulta a menudo cercana de la de aquellas que aquí nos ocupan. No podía ser de otra manera habida cuenta de la presencia ingente, en nuestras sociedades, de tecnocracias y burocracias. Cierto es que a menudo el discurso tecnocrático, y con él el burocrático, no resulta necesariamente manipulador: con frecuencia es el producto, antes bien, de la simplicidad, de la ignorancia y del oscurantismo que despliegan los grupos humanos correspondientes.
No se olvide al respecto el peso que, en muchas disciplinas –véase el caso señero de la economía–, tiene el designio de generar un lenguaje autónomo que, inalcanzable para el profano, permita reservar los conocimientos para su empleo por una escueta minoría. A los ojos de muchos, y en cualquier caso, pareciera como si la ciencia y la técnica, aparentemente neutras, reclamasen de manera inexorable la aparición de neolenguas. Las cosas como fueren, lo suyo es adelantar, en fin, que la neolengua que aquí nos interesa se caracteriza por la incorporación frecuente –tal vez sería preferible decir que masiva– de jerga que procede de las disciplinas tecnocientíficas.
Pero acerquémonos a nuestra neolengua y a los juegos zafios de los que hace uso. Y recordemos antes que nada que entre sus objetivos mayores despunta el de subrayar que no hay otro mundo que el retratado por ella. Las suyas no son, por lo demás, palabras nuevas que atiendan al propósito de retratar realidades también nuevas. Exhibe, por añadidura, una palpable pretensión de universalidad: téngase presente que muchos de los términos ideados muestran un carácter internacional, y ello por muy cierto que sea que no falten las aportaciones locales (ahí están las que promueve, por ejemplo, y entre nosotros, la señora De Cospedal, presumiblemente intraducibles).
También hay que prestar atención, en suma, a la deriva de muchos de los conceptos forjados al calor de nuestra neolengua. Y es que una de las habilidades supremas de esta última se antoja la captura y absorción del eventual carácter reivindicativo y contestatario de esos conceptos. Piénsese, sin ir más lejos, en lo ocurrido con la sostenibilidad: aunque en principio llamaba la atención sobre la necesidad de entregar a las generaciones venideras un capital al menos semejante al que recibimos de las anteriores, con el paso del tiempo ha acabado al servicio de mezquinos intereses como los que se sirven de la expresión 'crecimiento sostenible' para referirse a un crecimiento que se mantiene en el tiempo, en abierta desatención de cualquier dimensión que coloque en primer plano los derechos de los integrantes de las generaciones futuras.
Nuestra neolengua se sirve, como no podía ser menos, de hábitos bien asentados. Acaso el principal lo constituye el omnipresente eufemismo, que otorga una fría seriedad a la expresión, por mucho que en determinados labios pueda desempeñar, y venturosamente, otras funciones. No parece existir, en un terreno próximo, un vínculo estrecho entre la neolengua y lo que en francés de suele llamar 'langue de bois', esto es, el lenguaje anquilosado del que suelen hacer uso los políticos, lleno de estereotipos y de lugares comunes. Mientras la 'langue de bois' recurre a expresiones que se caracterizan por su nula creatividad y que, de resultas, tienden a reiterarse sin ejercicio alguno de innovación e imaginación, no es eso lo que ocurre con la neolengua, inmersa las más de las veces en una vorágine de cambio y adaptación. Nada de lo anterior significa, claro, que en la neolengua no haya hueco para desafueros clamorosos que tienden a provocar risa, o sonrisa, y que al cabo producen un efecto contrario de aquel que se supone era el previsto.
Al margen de lo anterior, el derrotero reciente de nuestra neolengua parece haber escapado a uno de los rasgos en su momento identificados por el maestro Orwell: el empeño de limitar el vocabulario y simplificar la gramática, de tal suerte que las instrucciones se conviertan en algo muy próximo a órdenes y consignas. Aunque la neolengua contemporánea comparte con la orwelliana el propósito de anular cualquier horizonte de reflexión libre y compleja, a menudo lo hace antes a través de emperifollamientos verbales que dificultan el entendimiento que con el concurso de instrucciones de fácil comprensión.
La neolengua que nos interesa ha experimentado una integración cierta, pero no sin conflictos, en el mundo posmoderno. Los conflictos en cuestión nacen ante todo de un hecho: la condición visiblemente material de la mayoría de los procesos que están inmersos en la lógica ocultatoria que se despliega. No se olvide que, en realidad, en el meollo de la era posmoderna se ha hecho lo imposible –a menudo, claro, con la inestimable colaboración de las víctimas– por acabar con la mayoría de los grandes relatos del pasado, en el buen entendido de que semejante aniquilación discursiva se ha verificado en provecho de uno de esos grandes relatos obscenamente llamado a pervivir. Tal relato –el del capital, el dinero y el mercado– tiene, como es fácil apreciar, una poderosísima condición material. En la tarea correspondiente han desempeñado un papel vital, cómo no, los medios de incomunicación, a través, en singular, de algunas de las estratagemas que emplean con profusión. Piénsese, sin ir más lejos, en las secuelas arrasadoras de las tertulias.
Otra discusión próxima a las que nos han ido atrayendo es la relativa al calado de nuestra neolengua. ¿Quienes la difunden son plenamente conscientes de su existencia y de sus funciones? ¿La penetración de los nuevos conceptos es tal que ni siquiera sus valedores perciben lo que éstos tienen de anómalo y manipulador? ¿Qué decir de los receptores de esos vocablos y expresiones: los perciben con extrañeza o, por el contrario, los acatan como normales pese a su común oscuridad? ¿No se estará modificando nuestra mente de tal suerte que estamos perdiendo la claridad primigenia que –se supone– nos caracterizaba antes del asentamiento de la neolengua?
Las preguntas formuladas tienen un relieve aún mayor por cuanto parece de razón concluir que nuestra neolengua puede exhibir éxitos nada despreciables, de los que a buen seguro es el más relevante el de presentarse con frecuencia como algo natural e insoslayable. Esos éxitos obligan a reconocer el talento de muchos de quienes se hallan por detrás de las prácticas neolingüísticas.
Acabemos. Sería absurdo afirmar que la neolengua sustituye inteligentemente a otras formas de expresión más duras. Antes bien, lo que suele hacer es justificarlas. Tan absurdo sería como idealizar los términos anteriores sustituidos por la neolengua –a menudo eran, son, tan manipuladores como los perfilados al calor de ésta– o concluir que en este terreno, como se sugiere en tantos otros, no se impone un deber de contestación.
La resistencia frente a la neolengua poco o nada tiene que ver, eso sí, con un arrebato de purismo lingüístico: es, antes bien, una resistencia ante una forma más de represión. Por eso es tan frecuente que se describa como locos a quienes mantienen la independencia de juicio y no se someten.