Los pactos con Casado y Rivera normalizan a la extrema derecha de Vox, que ya pugna por ser tercera fuerza
Manuel tiene entre 35 y 45 años, fue votante del PP y también de Ciudadanos. Vive en una ciudad de menos de 100.000 habitantes. No acabó el Bachillerato pero es de clase media. Su nivel de ingresos supera la media nacional. Puede ser autónomo, agricultor, empresario o jefe de departamento en unos grandes almacenes. Le gusta el fútbol, los toros y se considera muy español, pero no se siente en absoluto de extrema derecha. Es más, le irrita que le definan así, aunque tenga un componente claramente antifeminista, niegue la violencia machista y defienda sin pestañear que los inmigrantes que llegan a España tienen más derechos que los españoles o que la homosexualidad es una enfermedad.
Si Manuel hubiera sido entrevistado alguna vez por el CIS y respondido a la pregunta sobre el lugar en el que se sitúa ideológicamente en una escala del 0 al 10, la respuesta hubiera sido en el 7,5, exactamente en el mismo punto donde se sitúa un votante del PP. “No es fascismo, sino un nacionalcatolicismo de pensamiento rancio”, sostiene el consultor político Nacho Varela, que tiene bien estudiado el fenómeno Vox y cree que en nuestro país no ha sido correctamente diagnosticado.
Como el perfil de Manuel –un nombre imaginario– hay 2.500.000 españoles que votaron el 28A al partido de Santiago Abascal. El 70% son hombres que sienten que forman parte de la columna vertebral de una España en descomposición por culpa de “una derecha cobarde” y una “izquierda sectaria y feminazi”.
La extrema derecha ya no es un fantasma, sino una realidad que se expande en España. Está presente, se hace notar y, lejos de quienes pronosticaban que el fenómeno se diluiría tras el 28A, las encuestas le auguran un ascenso que puede incluso propulsarlo hasta la tercera posición del tablero político. De momento, no hay antídoto que lo frene. O sí. Igual es que que quienes pueden hacerlo, que son sus socios de bloque –PP y Ciudadanos– han contribuido notablemente a normalizar su presencia, además de a blanquearlos en las instituciones. Ahí está la clave. En Europa, con algunas excepciones, se aísla a la extrema derecha. Aquí, cuando no se le reconoce una posición clave para la gobernabilidad, se le convierte directamente en aliada. Nada que ver con el “cordón sanitario” impuesto en Francia y Alemania para aislarles. La derecha tradicional del PP y en ocasiones también la de Ciudadanos asume sin rubor algunas de sus políticas más extremas, se mimetizan con su discurso e incluso van a rebufo de sus propuestas.
Antes del 28A quienes se reconocían en un partido como Vox preferían ocultarlo. Seis meses después, presumen de ello y lo declaran abiertamente. Tanto es así que los sondeos hablan de un crecimiento el 10N que podría hacer que Abascal empatara en porcentaje de voto con Unidas Podemos –en torno a un 12%–, pero obtener incluso más escaños que el partido de Pablo Iglesias y situarse en una horquilla que las proyecciones a partir de las distintas encuestas sitúan entre 30 y 46 escaños, con 38 como cifra más que probable.
De hecho, el PP, que mejoraría notablemente su resultado de abril y podría superar el 20% de los votos no alcanzaría los 100 diputados porque la extrema derecha se mantiene fuerte y se consolida. Más incluso desde que se conoció la sentencia del Supremo sobre el procés y las movilizaciones en Catalunya acabaron en disturbios con decenas de detenciones y heridos. Cualquier soflama que salga por boca del sector más duro del PP, como pueda ser Cayetana Álvarez de Toledo, es superado siempre por los dirigentes de Vox, que un día piden la declaración del estado de excepción, al siguiente que entre el Ejército en Cataluña y a todas horas que se aplique la “contundencia” y la “mano dura” contra los “golpistas”.
¿Qué ha pasado para que España haya transitado del miedo a la extrema derecha que elevó la participación en las últimas elecciones generales hasta el 76% a normalizarla en la calle y las instituciones? Para José Pablo Ferrándiz, doctor en Sociología e investigador principal en Metroscopia, la responsabilidad hay que buscarla en la derecha española, que nunca condenó el franquismo institucionalmente después de la muerte del dictador. La Alianza Popular de Manuel Fraga, un exministro del régimen, no lo hizo nunca y la primera y única vez que el PP de José María Aznar votó una resolución de condena del franquismo en el Congreso de los Diputados fue en 2002, casi 30 años después de la muerte de Franco. Desde entonces, con Rajoy y con Casado, los populares prefieren la equidistancia, el silencio o la brocha gorda para pasar siempre de puntillas sobre los años más negros de la historia de España. La última vez ha sido cuando el Gobierno exhumó los restos del dictador del Valle de los Caídos. La consigna desde la calle Génova fue la de adoptar un perfil bajo. El mismo que utilizaron también esos días algunos dirigentes de Ciudadanos para intentar frenar la hemorragia de votos que se le están yendo al PP pero también a Vox.
La normalización de la ultraderecha tiene mucho que ver también con la actitud de las otras derechas de demonizar a formaciones políticas como Unidas Podemos y criminalizar al independentismo y, sin embargo, comulgar con la presencia de Vox hasta convertirla en algo natural en un sistema de teóricos extremos. Cuando la izquierda dialoga con ERC, Bildu e incluso con Unidas Podemos es, para el PP y también para Ciudadanos, un sacrilegio y una traición a España, mientras ellos pactan con la ultraderecha gobiernos autonómicos y ayuntamientos sin rubor.
El tiempo del sonrojo por votar a Abascal ya pasó en buena medida porque nunca hubo, tras el franquismo, no ya una ley de punto y final sino el más mínimo acto institucional de repulsa a una dictadura que se prolongó durante 40 años. Eso es lo que permite además que en España, a juicio de Ferrándiz, “no sea vergonzante para una parte el electorado exhibir banderas preconstitucionales ni declarar simpatía por el franquismo”. Son aquellos a quienes escandaliza más ver un contenedor quemado en las calles de Barcelona que escuchar a un negacionista de la violencia machista o a un defensor de terapias curativas contra la homosexualidad.
El caso es que, si se confirman las encuestas que sitúan a Vox como tercera fuerza política, el resultado ya no se podrá achacar a un estado de ánimo puntual, sino más bien a la consolidación de una trayectoria que ha sabido ocupar un espacio político y social que un día tuvo en exclusiva el PP y al que luego aspiró Ciudadanos. Al fin y a la postre, que el líder de la extrema derecha militara durante casi veinte años en el partido de Casado explica, no solo que Vox no emergiera antes y fuera una corriente del partido conservador, sino también los motivos por los que su aparición radicalizó el discurso de la derecha.
España ha sido de los últimos países europeos en los que un partido como Vox llegó al Parlamento, pero también de los primeros donde esta ideología ha alcanzado importantes cuotas de poder. Son socios del PP y de Ciudadanos en tres gobiernos regionales y en varios ayuntamientos, sin ir más lejos en el de Madrid, donde cada decisión depende de sus votos. La relación, por tanto, no puede ser más que cordial. Y eso también ha sumado en la normalización y el blanqueamiento de un partido que reivindica el imperio español y en cuyos mítines suena 'El novio de la muerte'. Está pasando y son muchos los que desde la política y los medios de comunicación parecen banalizarlo. Como si se quisiese olvidar lo que fueron los 40 años de dictadura y nacionalcatolicismo.