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Las metamorfosis

Albert Rivera, durante una comparecencia

José Luis Sastre

Lo normal era que al final de la campaña se apagara el ruido y así, sin estridencias, cada cosa regresara a su lugar y a su volumen, pero lo normal se ha vuelto exótico y los lugares no resisten en sus sitios. Este estruendo de ahora, con diputados que aporrean sus escaños y gritan y agitan, no es producto de la campaña sino de la época y se extenderá, como poco, a lo largo de la legislatura.

Se quedará la crispación porque es la manera en que algunos entienden que se crece en política. Sucedió otras veces, pero lo reviven con nuevos bríos porque, si la economía mejora y se disipa en las calles la sensación de conflicto, ellos necesitan sostener la tensión para que les vaya bien y se les vea. La política como escaparate.

Antes de que las urnas repartan de nuevo las fuerzas este domingo, algunas cosas habrán sucedido ya. Lo más evidente es esa crispación que, paradójicamente, va en sentido contrario de lo que se votó en abril y de lo que, según las encuestas, se volverá a votar en mayo. En la pasada campaña, Pedro Sánchez ofreció diálogo y acabó siendo el más votado, pese a que le acusaran de las peores cosas. Parecía haber un mensaje de la ciudadanía en aquel voto y así lo interpretó Pablo Casado, que redujo el volumen. Baja el ruido social y, por el contrario, suben los decibelios en el Congreso, según se vio en la sesión constitutiva. Es una disonancia remarcable que augura momentos tensos en el Parlamento. Artificiales e interesados, pero con un posible eco preocupante.

Han sucedido otras cosas en estos días. La campaña también ha confirmado una doble metamorfosis, como si Pablo Iglesias y Albert Rivera hubiesen visto envejecer a sus propios personajes y resolvieran darles la vuelta. Iglesias practicó el nuevo tono en las generales y lo mantuvo estas semanas. En su primera declaración en cuanto se planteó la suspensión de los diputados presos remarcó la necesidad de que se cumpliera la ley. Algunos atribuyen el giro a su jefe de gabinete, pero quien decide el giro es el propio Iglesias, consciente de que está por empezar su campaña de verdad. Será en la negociación con el PSOE -contra cuya discreción hubiera clamado el Iglesias de antes- donde intente compensar con representación institucional la caída de las últimas elecciones y, para eso, precisa de recobrar fuerza en las próximas. Es un momento clave para el nuevo Iglesias, que desterró al que pedía ministerios en prime time e inauguró el que los sugiere sólo el último día de la campaña.

Sin embargo, la metamorfosis de Iglesias empequeñece al lado de la que opera en sentido inverso sobre Albert Rivera, que renegaría de lo que fue si se viera ahora. Insiste en que sigue en el centro porque ha movido de sitio el centro, empujado por una voz interna y un coro de aplaudidores que le susurran: 'Dale, Albert, dale'. Y él le da. Y se revuelve en su escaño y se tuitea hierático frente a los independentistas para que nadie se pierda cómo aguanta la mirada aplicando las lecciones de Aznar a las que Casado renuncia. Y habla de tú a tú a sus rivales, porque así es su otro yo, su yo hegemónico, y él procura que los demás le noten en el cuerpo a cuerpo. “No lo vais a conseguir”, les dijo el martes a los independentistas desde su escaño. “Que sepáis que vendremos siempre que queramos”, avisó el jueves a quienes protestaban por su visita a Bizkaia. Rivera se agarra a la segunda persona y quiere que le miren a la cara.

Hay un nuevo Rivera que no es provisional porque con él pretende arrebatarle a Casado el trono de la derecha y que, de paso, los votantes no se vayan al PP. Ni a Vox. A él de momento le sale rentable: las generales le avalaron. No es el fútbol que juegues, sino el resultado; así que Ciudadanos piensa jugar al ataque, según le anticipó Rivera a Sánchez en su último encuentro en la Moncloa. Este Rivera, le vino a decir, no tiene nada de aquel que te abrazó. La de Rivera es una conversión de fondo, ideológica y resultadista.

Es pronto para llamar metamorfosis a lo que le sobreviene, por último, a Pablo Casado, que corre a toda prisa para bajar del monte al que él mismo se encaramó, pese a que Cayetana Álvarez de Toledo se lo trate de impedir con zancadillas. Es pronto aún. No podría decirse si Casado está cambiando de piel o sólo tratando de encontrarse a sí mismo: anda esperando a que las urnas le digan quién es en realidad.

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