Mariano Sánchez Soler (Alicante, 1954), periodista y escritor, presenta su nuevo libro Los ricos de Franco (Roca Editorial), en el que hace un repaso de las grandes fortunas amasadas durante el franquismo en los círculos próximos a la familia directa del dictador. Hoy los March, los Fierro, Koplowitz, Coca, Banús, Aguirre, Carceller continúan entre las familias más ricas de España.
El autor de La familia Franco S.A., un libro fundamental para conocer los entresijos de la familia del dictador, aborda en esta nueva obra la historia, el modo en el que amasaron sus fortunas y la verdad que ocultan en sus biografías oficiales quienes formaron parte del círculo más cercano a Franco. Actualmente, muchos de los descendientes de aquellos personajes tienen un papel dirigente en nuestra sociedad. Desde banqueros y empresarios: Alberto Cortina, Juan Abelló, José Meliá… hasta llegar a políticos de la derecha española: Rodrigo Rato, José María Aznar, Martín Villa y muchos más.
Los ricos de Franco llega a las librerías este jueves 19 de noviembre.
INTRODUCCIÓN – La forja de una oligarquía
La historia de España durante el siglo XX es también la historia de un enriquecimiento perpetrado en condiciones excepcionales. Los grandes nombres, los poderosos personajes que unieron su fortuna y su destino a la suerte del franquismo, desde el entorno familiar del general Franco y en la cima política de su régimen, supieron adaptarse al sistema democrático, mientras una nueva generación se preparaba para el relevo. El tránsito de la dictadura a la democracia consistió para ellos en que se cumpliera, con el menor desgaste posible, el axioma lampedusiano: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».
Desde la Guerra Civil, acabaron conformando entre todos una clase social «franquista» que ha perdurado en el tiempo. Son las «familias» (conjunto de individuos que tiene una condición común) de un régimen político poblado por empresarios de fortuna, falangistas de clase media, funcionarios oportunistas, latifundistas de gatillo fácil, nobles industriosos, altos cargos a la búsqueda de multinacionales, ministros cinegéticos, procuradores en el sentido más literal de la palabra… Familias unidas a la llamada del «dinero», para enriquecerse a partir de 1959 con la llegada del Desarrollo. Capitalismo salvaje, bancos, altas finanzas…
El régimen del general Franco estuvo al servicio de esta clase social; protegió la iniciativa privada en un momento de extraordinario crecimiento económico, mientras se desencadenaba el éxodo rural y, tras una larga posguerra autárquica, entraban en España las primeras divisas generadas por el turismo, por las remesas de los emigrantes y por el capital extranjero. El franquismo mantuvo un privilegiado sistema fiscal que cargaba todo el peso sobre los consumidores, aprovechó la docilidad obrera provocada por la despolitización y la carencia de sindicatos independientes con capacidad para la negociación colectiva (que no aparecieron hasta finales de los años sesenta), e impidió cualquier crítica pública de la corrupción. En tales condiciones, corrupción y desarrollo son, sin duda, rasgos de un mismo proceso en el que se forjaron las grandes fortunas y se consolidó el capitalismo español.
Con su peculiar manera de entender la política, Franco siempre tuvo claro que el bolsillo y la patria iban indefectiblemente unidos; que mientras los asuntos de cartera marcharan bien, sus seguidores no conspirarían contra su poder personal, cuyo ejercicio vitalicio era, a fin de cuentas, su único objetivo. Como escribió Salvador de Madariaga: «La estrategia política de Franco es tan sencilla como una lanza. No hay acto suyo que se proponga otra cosa que durar. En lo único que piensa el general Franco es en el general Franco». Paul Preston, en su biografía sobre el personaje, concluye: «Los logros de Franco no eran los de un gran benefactor nacional, sino los de un hábil manipulador del poder que siempre atendió a sus propios intereses». También Miguel Cabanellas Ferrer, el único general golpista que ponía reparos al caudillaje de Franco, advirtió en 1936 a los otros generales del Alzamiento: «Ustedes no saben lo que han hecho [al elegirlo jefe supremo], porque no lo conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en el ejército de África como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando; y si, como quieren, va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra ni después de ella, hasta su muerte».
Durar en el mando y no soltarlo en vida. Historiadores, testigos y colaboradores íntimos han constatado este apego personal al poder. «El Caudillo juega con unos y con otros —escribe su primo Francisco Franco Salgado-Araujo, en 1955—, nada promete, y con su habilidad desconcierta a todos. Él no es más que franquista y será jefe de Estado hasta que muera.» También el general Kindelán lo dejó escrito en sus memorias: «Es un enfermo de poder, decidido a conservar este mientras pueda, sacrificando cuanto sea posible, ciñéndolo con garras y con pico».
Franco solo era «franquista», incluso antes de que esa palabra fuera acuñada como término político. Admiraba tanto a la aristocracia, era tan dócil y monárquico, que las clases dirigentes españolas le eligieron creyendo que, en cuanto aplastara a las clases trabajadoras, devolvería el poder a la monarquía. No fue así. Durante casi cuarenta años se mantuvo en la jefatura del Estado, demostración incontestable de su más que notable habilidad política.
Junto a la represión sistemática de la posguerra, dos factores internacionales perpetuaron el régimen de Franco. En primer lugar, la guerra fría desatada en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo se dividió en dos bloques enfrentados y el anticomunismo del régimen franquista prevaleció sobre su carácter totalitario y generó los acuerdos bilaterales firmados con los Estados Unidos en 1953. A continuación, el auge y desarrollo de las economías occidentales posibilitó el despegue de la economía española a partir del Plan de Estabilización de 1959, puesto en manos de tecnócratas del Opus Dei que lanzaron los polos de desarrollo siguiendo el modelo francés y las recomendaciones de organismos internacionales como el Banco Mundial.
Una simulación para conservar el poder
Durante casi medio siglo, una clase social franquista logró beneficios portentosos al realizar sus negocios contando con la protección y la complicidad del poder. «Es imposible historiar por el momento la crónica de este enriquecimiento, al menos si el historiador desea seguir viviendo en España», escribió el sociólogo Amando de Miguel en 1976. Aquí se aborda este enriquecimiento desde la historia, la economía y la política.
Los ricos de Franco analiza y relata unos hechos que, desde las esferas del poder, trataron de enterrar en el olvido. Para ello, llegaron a un acuerdo no escrito. «El consenso fue una manera de imponer límites y silencios al debate nacional», explicó en diciembre de 1988 el exministro popular Rafael Arias-Salgado, en la revista Cuenta y Razón. Desde las filas socialistas, Raúl Morodo teorizó en el mismo sentido: «Dentro de todo proceso de transición —si quiere ser pacífico—, la simulación forma parte del consenso».
Culminada la simulación, resultaba sencillo reescribir los hechos y revisarlos a la carta. Uno de los más diestros revisionistas ha sido sin duda Rodolfo Martín Villa, ministro «azul» de UCD y alto cargo del régimen franquista desde sus tiempos del SEU (Sindicato de Estudiantes Universitarios) falangista. En vísperas de las elecciones generales de 1982 que darían la victoria absoluta al PSOE, Martín Villa declaró con desparpajo de prestidigitador:
Franco deja al morirse un Estado bastante débil y, sin embargo, una sociedad bastante fortalecida. Cuestión en la que, quizá, teníamos más fe los que habíamos colaborado en el sistema político anterior. Porque tuvimos fe en esa sociedad española que ya era democrática, no nos asustó demasiado el proceso político. Todos los datos de la sociedad española de 1976, bajo la carcasa de un formalismo político autoritario, eran democráticos: el índice de estudiantes universitarios, el índice de natalidad, la gente que había salido fuera de España, cierta libertad de prensa… Todo eso nos conformaba como una sociedad democrática abierta al pluralismo, a la libertad política. Quizá nosotros sabíamos más que los que estaban por llegar a la vida política. Tuvimos fe porque habíamos colaborado bastante a que eso fuera posible.
Y aquella no fue la única vez que el exministro del Interior se despachaba a gusto. «Con la muerte del Caudillo —explicó en otra ocasión—, mi única preocupación era el tránsito de un sistema a otro, y lo importante era el punto de llegada, no el de partida. Mi única preocupación era la consolidación del Estado. El tránsito de un sistema a otro no ha supuesto para mí ningún trauma.»
Solo superado por la soltura de algún que otro historiador mediático, Martín Villa es uno de los que habían logrado la cuadratura del círculo: ofrecer su experiencia de alto cargo franquista como mérito y garantía para la construcción del sistema democrático. Y no era el único. Su visión coincide, por ejemplo, con la aportación intelectual de Manuel Fraga, siempre más directo que el escurridizo jefe del SEU. Monumento en sí mismo, el catedrático Fraga, uno de los padres de la Constitución española, ha dado a la ciencia política joyas como esta:
He de puntualizar algo importante: efectivamente, Franco sí fue un dictador. Lo fue durante unos años. No lo fue durante toda la etapa de su régimen. La dictadura fue necesaria y duró prácticamente hasta principios de los años sesenta. Desde el cincuenta y tres al sesenta y dos, el sistema fue descargándose de los aspectos de dictadura económica. Franco pasará a la historia por el conjunto de su obra, y al tiempo me remito para que su figura sea honrada en toda su grandeza.
Las hemerotecas ofrecen decenas de interpretaciones similares y resulta fácil toparse con «aportaciones» como la de Leopoldo Calvo-Sotelo, lanzada en 1979, cuando el partido de Suárez comenzaba su ocaso: «Cuando a veces medimos la situación de la UCD —declaró a Julián Lago—, lo hacemos con las medidas antiguas, y eso es un error. Para el ritmo y el tiempo de la vieja política quizás esta sea una situación de crisis y muy movida. Para el ritmo y el tiempo de la nueva política, esta no tiene nada de situación anormal. Creo que todos hemos de acostumbrarnos al ruido de la democracia».
«¿Al ruido de la democracia?», inquirió el sorprendido periodista, sin duda intrigado ante la profundidad de los términos empleados por el antiguo procurador en Cortes y futuro presidente del Gobierno.
«Sí, sí —respondió—. La democracia hace ruido, y un régimen de autoridad no. En el régimen de autoridad, todo son silencios, amortiguadores, moquetas y poco barullo, mientras que en la democracia existe un ruido de fondo muy grande.»
Tiempo de transición, de transacción. Tiempo de palabras tergiversadoras y biensonantes: «régimen de autoridad» para referirse a la dictadura; «ruido de la democracia», en vez de transparencia; «vieja política» para hablar de franquismo; «una sociedad democrática y pluralista» que era gobernada por un sistema antidemocrático… La cuadratura del círculo.
El pasado franquista fue conscientemente silenciado, desdramatizado por sus protagonistas con la excusa de que así se superaría la Guerra Civil y se construiría un puente de convivencia elevado sobre el abismo social de las «dos Españas». Los perdedores, los opositores a la dictadura, debían aceptar esta condición de los vencedores si querían participar en el juego democrático. Y así lo hicieron, con la simulación a golpe de consenso, en el que las izquierdas jugaron en inferioridad de condiciones. Debieron pasar veinte años y la ruptura de este consenso durante el último Gobierno de Felipe González para que el dirigente socialista José María Benegas recordara con irritación: «La única ley de punto final la hicimos en octubre de 1977 los demócratas para los franquistas; en ese año decidimos no pedir ninguna responsabilidad referida a los cuarenta años de la dictadura, para intentar de una vez por todas la reconciliación».
Este ha sido, pues, uno de los precios reconocidos de la democracia española que nadie ha pretendido saldar. Porque, en cuanto soplaron los vientos de la democracia, los protagonistas de este libro no dudaron en desmarcarse de la familia Franco y del franquismo, para proseguir el negocio en otros salones.
En estas páginas se habla de ellos, de su auténtica historia, del modo en que amasaron sus fortunas, de la verdad que ocultan en sus biografías oficiales reescritas a la carta. A través de sus actividades, se ofrece una visión de la historia de España durante el siglo XX desde una perspectiva que prácticamente nadie ha querido relatar hasta hoy. ¿Por qué?, se preguntará el lector. March, Koplowitz, Fierro, Meliá, Aguirre, Fenosa, Letona, Banús, Coca, Carceller… Las grandes fortunas amasadas durante el franquismo han mantenido su impronta durante la democracia y continúan, después de dos generaciones, entre las familias más ricas de España. El pasado es testarudo. Más de cuatro décadas después, las más rutilantes familias que frecuentaban el palacio de El Pardo siguen ocupando un lugar destacado en el mundo financiero español.
¿Y los antiguos dirigentes del aparato estatal franquista? El paso del tiempo no los ha maltratado. Hoy, muchos de los hijos, nietos y sobrinos de aquellos gerifaltes tienen un papel dirigente en nuestra sociedad. Desde banqueros y empresarios, como Alberto Cortina (hijo del ministro Cortina Mauri), su primo Alberto Alcocer (hijo del primer alcalde franquista de Madrid), Juan Abelló o José Meliá Goicoechea (diputado popular en 1986), hasta llegar a políticos de la derecha española, como Rodrigo Rato o José María Aznar, pertenecientes a familias instaladas en la élite del franquismo. Por no hablar de personajes como Adolfo Suárez, Martín Villa o Alfonso Osorio, altos cargos de Franco reciclados al parlamentarismo democrático y a la gran empresa. El llamado «franquismo sociológico», esa supuesta base común que bascula entre el autoritarismo y la monarquía democrática, dio lugar a un cambio político totalmente respetuoso con el pasado. En vez de «ruptura democrática», se procedió a una «reforma pactada» que garantizó a los principales servidores de Franco un futuro lleno de parabienes.
Esta bondad de la transición todavía perdura. Mientras vivieron o hasta que se jubilaron, el destino empresarial de los exministros de Franco ha sido brillante, y por sus manos en plena democracia han pasado miles de millones. Algunos ejemplos: León Herrera Esteban (Información y Turismo), en Eurobuilding; Enrique Fontana Codina (Comercio) en Nestlé; Vicente Mortes Alfonso (Vivienda) en Wagon Lits; Rafael Cabello de Alba (Hacienda) en Construcciones y Contratas; Alejandro Fernández Sordo (Relaciones Sindicales) en Huarte; Federico Silva Muñoz (Obras Públicas) en Auxiliar de la Construcción; Fernando Suárez González (Trabajo) en Constructora Urbis; José Luis Cerón Ayuso (Comercio) en Autopistas del Mare Nostrum; Cruz Martínez Esteruelas (Educación) en Fibrotubo; Nemesio Fernández Cuesta (subsecretario de Comercio) en Prensa Española… Y la relación continúa con José Miguel Villar Mir, Licinio de la Fuente, Sánchez Ventura, Alfonso Álvarez Miranda, Sánchez Bella, Monreal Luque…
Durante las últimas décadas, la presencia de exministros franquistas también ha sido importante en el sector bancario. Prácticamente, ningún banco se ha librado de sentar a uno de ellos en su consejo de administración. Ahí estaba el inspector fiscal Antonio Barrera de Irimo (Hacienda) en el Banco Hispano Americano, José María López de Letona (Industria) en la presidencia del Banesto y gobernador del Banco de España; Gonzalo Fernández de la Mora (Obras Públicas) en el Banco Popular, Fernando de Liñán y Zofío (Información y Turismo) en el Comercial Español… De todos ellos hablará este libro.
Los personajes que desfilan por estas páginas son banqueros y financieros de alcurnia. Su intervención en nuestra historia fue decisiva. Comenzaron a conspirar contra la República desde el mismo momento de su proclamación, cubriendo los gastos del golpe militar del 18 de julio de 1936, la compra de armamento, los barcos, las operaciones con Italia y Alemania; entregaron millones a Mola y pagaron «seguros de vida» para las familias de los militares rebeldes. Desde el Dragon Rapide hasta la financiación directa del bando franquista a través de entramados internacionales. A cambio, en plena Guerra Civil, desde el cuartel general de Burgos, obtuvieron el control del sector bancario, las claves de la economía y el monopolio del sector financiero. Era el precio por la compra de aviones, transportes y armas para el Ejército franquista a través de bancos en el extranjero y como propagandistas de la no-intervención.
Tras la victoria, Franco les concedió honores, medallas, títulos de nobleza; les hizo ministros, procuradores en Cortes, caballeros de órdenes imperiales…, pero ellos siempre fueron banqueros por encima de todo y formaron parte del círculo de amistades íntimas de la familia de dictador. Allí estaban March, Barrié, Fierro, Castell, Coca… y los banqueros con la camisa azul del Movimiento Nacional y escaño en Cortes: Oriol, Gamero, Ridruejo Botija, Aguirre…, hasta configurar una oligarquía económica como jefes del statu quo bancario, junto con los banqueros Garnica, Deleitosa, Arteche, Cadagua… Todos conformaron, de hecho, una de las «familias políticas» del franquismo. Dentro del entorno del palacio de El Pardo y desde puestos clave del Movimiento Nacional, todos se mostraron dispuestos a llevar como consigna la famosa máxima de José María Aguirre Gonzalo, ferviente partidario de la democracia orgánica: «El Gobierno gobierna, la Banca administra y el español trabaja».
Como describe el catedrático de teoría del Estado de la Universidad de Barcelona, José Antonio González Casanova: «¿Existía en España el férreo poder de un partido único como en la Alemania nazi o en la Rusia soviética? El Movimiento Nacional era, en la práctica, inexistente, y el poder intermedio entre Franco y España se lo repartían las familias de monárquicos, falangistas, democristianos, Opus Dei, tradicionalistas… y banqueros».
Y este reparto del poder real —como añade González Casanova— se daba porque «Franco no tenía ideología alguna y no impuso nada. Se limitó tan solo a que nadie pudiera expresar en voz alta o pusiera en la práctica lo que pensaba, si eso podía perjudicarle a él en su única convicción: conservar el poder alcanzado tras una cruenta guerra civil de tres años. La apatía política de Franco resultó ser complementaria de la de los españoles frente a él. Era una carencia de entusiasmo mutua que, sin embargo, aparentaba ser un pacto razonable. El apoliticismo de los españoles permitió que Franco fuera la Política».
El lector tiene en sus manos un libro de historia escrito para explicar una realidad cuyo conocimiento nos ayuda a comprender, desde su raíz, los acontecimientos políticos que han sacudido al sistema democrático español: corrupciones administrativas, «pelotazos», tráficos de influencias, enriquecimientos ilícitos, abusos de poder… En este libro se relatan unos hechos documentados con rigor histórico y ofrecidos al lector con total independencia personal.
El franquismo fue un periodo demasiado dilatado y diverso. Sin embargo, con el fin de ofrecer una visión global, una panorámica suficientemente ilustrativa, se ha optado por completar la investigación de este libro con una Galería de personajes, en la que se consignan los cargos oficiales más importantes desempeñados en el Régimen hasta el periodo preconstitucional, los puestos en consejos de administración de grandes empresas y bancos cuando son significativamente numerosos, así como los empleos directivos más sobresalientes en sociedades anónimas públicas y privadas incluidas en el ranking de las compañías más importantes de España. Esta obra nace, además, de la fusión actualizada, revisada y ampliada de dos investigaciones anteriores escritas por su autor: Ricos por la patria (2001) y Los banqueros de Franco (2007), dos aportaciones complementarias que se funden aquí con nuevos datos, para dar una visión definitiva de esa realidad política y empresarial del régimen de Franco.
Los ricos de Franco explica la relación de la política del franquismo con el mundo de las finanzas como fenómeno sistémico, a partir de sus protagonistas más destacados. Sus vidas públicas componen un mosaico del Régimen que economistas, como Ramón Tamames, han explicado utilizando los términos de «oligarquía financiera» y «capitalismo monopolista de Estado». En 1977, el malogrado periodista Ricardo Cid Cañaveral escribió en la revista Interviú un antológico reportaje titulado «Cortes S. A.», del que rescato la siguiente descripción:
El franquismo hizo políticos a los ricos, y ricos a los políticos. Luego, unos se fueron casando con hijos de otros, asociándose en negocios, protegiéndose, representándose; es decir, logrando más poder político y más dinero. De vez en cuando, la casta admitía algunos advenedizos: chicos listos con ambición, becarios del SEU, opositores perseverantes de familia humilde, engreídos muchachos del Opus Dei en horas de cilicio y estudio. Una saga, una amalgama que hunde sus raíces en la vieja derecha española de tranca y rosario.
En suma, Los ricos de Franco es el relato de este inmenso poder y de su desconocida impunidad y enriquecimiento bajo la dictadura del general Franco. También es la crónica de la suerte que han corrido con la democracia: la triste caída de quienes no pudieron adaptarse a los nuevos tiempos y la gran habilidad de cuantos supieron convertirse, con el cambio de régimen, en «demócratas de toda la vida».
Tras la lectura de este libro, que cada cual saque sus propias conclusiones.
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