En este extraño silencio
Cinco días después de que lo invocara Albert Rivera, se apareció el silencio de la jornada de reflexión. ¿Lo oyen? Como si hubiéramos vivido los últimos meses junto a una lavadora en permanente estado de centrifugación, la máquina se ha detenido de pronto y, antes de que empiece de nuevo, deja esta sensación de orfandad y vacío, sin ruido al fondo. Se acabaron los mítines y los debates decisivos sobre los debates definitivos. Han puesto la hipérbole en pausa.
Se diría que no pudimos resistirnos a los capítulos de una serie entera por mucho que criticásemos el guión y ahora nos falta el último episodio. Creímos que era Juego de Tronos y luego vimos los parecidos con La que se avecina, pero aquí estamos, en cualquier caso: esperando a que los indecisos aprovechen para oír este silencio de reflexión, pensando en lo último que supimos de las encuestas, preguntándonos si esa movilización sostenida que se ha visto en los actos de Vox estaba en el radar de los sondeos o si las intervenciones en televisión de los cuatro candidatos principales cambiaron tanto las cosas.
A estas alturas, todo se ha escrito y se ha dicho, antes incluso de los debates en los que dicen que todo se decidió aunque esté todo aún por escribir. La campaña se concentró en esos dos debates televisivos -¿quién recuerda la polémica que les precedió?- y allí se construyeron las impresiones que llegarán hasta que se abran las urnas: el empeño de Pedro Sánchez por mantener una imagen presidencial, el nuevo tono de Pablo Iglesias en un papel moderador y la pelea entre Pablo Casado y Albert Rivera, que al final fue por Ángel Garrido, a pesar de que todo el tiempo se debió, en verdad, a la hegemonía.
De eso van estas elecciones, que han representado la disputa entre bloques, a la izquierda y a la derecha. Desde que dieron por muertas a las ideologías, nunca parecieron tan vivas. Esto iba de hegemonía, para saber quién es más fuerte –poco podría explicarse en la política española sin la testosterona- dentro de cada bloque y quién puede ser determinante, que es la otra batalla. Lo sabe Vox, que desde el extremo ha llegado a ocupar el centro del escenario, sin necesidad de presentarse. Conquistada la hegemonía, tratará de llegar al poder. La influencia ya la tiene.
Pasada la campaña, y en vísperas de otra, puede afirmarse que Sánchez no ha perdido, que es la principal preocupación de quien va en cabeza en las encuestas aun a riesgo de convertirse en Mariano Rajoy. A Sánchez le ha ocurrido como a su predecesor y, más que ir a los sitios, lo han tenido que llevar. Por ejemplo, a los debates. Puede afirmarse también que Iglesias ha recuperado vuelo aferrado a aquello de lo que, en sus vidas pasadas, renegó: la Constitución y el afán conciliador. Este Iglesias de ahora apenas podría incidir en aquella frase suya que le enemistó con Íñigo Errejón: “El día que dejemos de dar miedo no tendremos sentido”. La frase, que tiene sólo tres años, ha envejecido mal. Nadie se acuerda de ella ni del sorpasso de entonces. En ese bando, los sondeos sostienen que la hegemonía está repartida, de manera que Iglesias tuvo claro que lo importante era presentarse como el partido decisivo. El socio posible. El aliado de un Gobierno. El miedo, para los demás.
Vox, entretanto, se ha arrellanado en el papel de la víctima y afianza su ascenso bajo la estela de Steve Bannon, que les recomienda copiar la estrategia de Salvini y Bolsonaro y que, antes incluso de que arrancara la campaña, diagnosticó las tres claves sobre las que, en efecto, transita Santiago Abascal: “Populismo, nacionalismo, tradicionalismo”. Eso y Bertín Osborne. Aforos llenos, presencia en la intimidad de las casas, en cada conversación familiar. Vox ha sido el elefante, construido además por sus rivales.
Con todo, la gran pelea será la misma que se vio en los debates por ponerse al frente del bloque de la derecha. Las encuestas la resolvían a favor de Casado, aunque el duelo se ha agriado al final y resulta de lo más desconcertante: tuvimos claro cuál era el dilema político entre la victoria de Pedro Sánchez o de Susana Díaz en el PSOE. De Iglesias o de Errejón en Podemos. Cada uno representaba una política distinta. No era sólo, que por supuesto también, un duelo de personalismos, odios y enemistades; sino que implicaba algo más. Aquí, ¿cuáles son las diferencias sustanciales si Casado y Rivera han optado por pasar los últimos días escorándose más aún?
Si en el primer debate a Casado le reprocharon los suyos la tibieza y subió el tono para el segundo. Si ambos reniegan del PSOE y lo acusan de traición. Si ambos naturalizan su alianza en la que incluyen a esa extrema derecha que les llama derechita cobarde. Si el presidente de una comunidad autónoma con el PP se aparece de repente en las listas de Ciudadanos, donde ya fue Soraya Rodríguez atraída por la misma fuerza que empuja a Garrido: haberse quedado fuera. Quizá lo que ha pasado esta campaña es que la ha ganado José María Aznar y las tres opciones de la derecha, más alejadas y fragmentadas que antes, capaces de decirse las peores cosas en prime time, en realidad tienen un discurso cada día más semejante.
El silencio, en fin. Que da para pensar en el día de las elecciones y en todos los que luego vendrán, lo que nos obliga a otras preguntas: ¿qué quedará después de tanta crispación? ¿qué diálogos serán posibles? ¿por dónde avanzará la gobernabilidad del país si la mitad ni siquiera reconoce a la otra mitad de los partidos? ¿Qué semanas aguardan si está por venir otra campaña y la sentencia del 'procés'? ¿Qué política viene si se han llamado de todo –es injusto decir que lo han hecho todos por igual, en eso fueron Vox, PP y Ciudadanos los que remontaron diccionario arriba– hasta vaciar de sentido las palabras? El capítulo final de esta temporada preludiará el tono de las próximas. Mientras, oigamos lo que nos dice este silencio del sábado. Por artificial que sea.